El tarareo raphaeliano
El desembarco de Alex de la Iglesia arrasa con cualquier otra actividad del festival
Uno se imagina a Alex de la Iglesia en casa en la ducha tarareando Mi gran noche –al menos en ese sitio a Woody Allen se le ocurren las ideas- y pensando: “Y si Raphael…”.
Bastantes meses más tarde, Alex de la Iglesia llega a la puerta del hotel María Cristina y se abraza a José Luis Rebordinos, director del festival. El exceso aterriza en Donostia. Detrás llega toda la troupe de Mi gran noche, película que desembarca en el certamen con doce talents –anglicismo que usan los agentes de prensa y relaciones públicas para denominar lo que en otros momentos llaman bichos- para promocionar su estreno. En realidad, solo Raphael y el director hacen entrevistas (45 tienen prefijadas, y solapadamente se incluyen alguna más), mientras que el resto del equipo artístico atiende a medios locales: los nacionales quedan para esta semana próxima que arranca el estreno. Pudiera parecer divertido, pero solo quienes han crecido en familias numerosas o sean profesores entenderán la dificultad de mover este grupo con cierta disciplina. Ir a un restaurante parece una odisea –porque claro, todo se hace un grupo como amiguitos-, la puntualidad murió tiroteada en el vestíbulo del hotel, la rueda de prensa empieza 20 minutos tarde porque cuesta encochar (otra palabra que define la acción de trasladar a actores en coche a veces ni a 100 metros de distancia) al grupo…
Y además, es que son Raphael y Mario Casas. En cuanto uno se da la vuelta –movimiento en el que el cantante ya imparte masters-, decenas de fans gritan. No gritan, GRITAN. La marabunta ruge. Y si se asoman ambos a la vez, tres generaciones de donostiarras –abuelas, madres e hijas- se sienten aludidas. Hay para todas.
Raphael, reconocido por la modernidad del siglo XXI como un moderno Liberace, dice: “Si no tienes sentido del humor, cómpratelo”. De la Iglesia lo muestra vestido de Darth Vader, en el caos de la grabación de un especial de Nochevieja de una cadena de televisión: “Me permito juntar a unos personajes en una situación límite, algo que disfruto. Podrían ser un grupo de rebeldes en la Estrella de la Muerte”.
Los rebeldes se sientan en esa rueda de prensa alrededor del dios Raphael. Cuando el cantante anuncia que hará de nuevo el programa de Nochebuena –“solo en una ocasión colaboré en uno de Nochevieja y no había público, lo mío es la otra fiesta”- y cantará duetos “no con cantantes”, sino con los actores que quieran, a algunos les chisporrotea la mirada, pero solo Terele Pávez verbaliza el deseo.
En la distancia corta, cuando le toca hacer promoción, el desaforado De la Iglesia muta en el Messi de las palabras. Regatea, adorna, templa. Y hace que estallen las carcajadas: “Raphael quiere seguir haciendo cine, y hemos pensando en una película de terror, con él como serial killer, que se titularía Cincuenta sombras de Raphael”. En el vasco todo es maravillosamente excesivo. “No hay otro tipo de comedia que la comedia grotesca”, dice, y en realidad nadie imagina una película de De la Iglesia con solo dos personajes, un rodaje suyo plácido o al cineasta en una comida ascética. En la locura, el descontrol, las masas y la fiesta, en los banquetes, en los sentimientos explosivos y en las bacanales cinematográficas, mientras suenan las canciones del otro gran excesivo, Raphael, solo cabe agarrarse a De la Iglesia. Puede que no te lleve a buen puerto, pero que no te quiten el viaje.
Babelia
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