¡Más luz!
Vox Luminis y Cinquecento iluminan el Festival de Música Antigua de Utrecht
La muy probablemente apócrifa frase de Goethe antes de morir describe a la perfección el tramo central del Festival de Música Antigua de Utrecht de este año, dominado por la radiante presencia del grupo belga Vox Luminis, residente en esta edición y que ha vuelto a dejar dos muestras más de su extraordinaria calidad. La primera fue su vívida interpretación vocal en versión de concierto, con mínimos apuntes escénicos, de la semiópera de Henry Purcell King Arthur, en la que los diversos integrantes del conjunto se distribuyeron las intervenciones solistas y asumieron juntos los coros. De la música fúnebre del británico pasamos, por tanto, a un mundo profano y, a ratos, humorístico, como en el aria de Comus de la mascarada final, Your hay it is mow’d, en la que los cantantes fueron destapando sonora y sucesivamente botellas de cerveza al tiempo que entonaban los embriagados vítores a old England, esa vieja Inglaterra de los siglos XVI y XVII que monopoliza la programación de este año. Al igual que en su primer concierto, la prestación instrumental del grupo La Fenice no fue de pareja calidad y Jean Tubéry tampoco es el más teatral de los directores, ni el de mayor vis cómica. Pero los cantantes de Vox Luminis acabaron por imponer su enorme calidad y su cohesión, con Sophie Junker y Zsuzsi Tóth como las voces más destacadas.
En el que es quizá su medio natural, a cappella, sin ningún apoyo instrumental, Vox Luminis ofreció el miércoles en la Pieterskerk –la acústica soñada para cualquier concierto polifónico– uno de los mejores conciertos que se recuerdan en la ya larga historia de este festival pionero. El programa diseñado con escuadra y cartabón por su director, Lionel Meunier, empezó con la luz (O nata lux, de Thomas Tallis) y se cerró entre sombras (In pace, de John Sheppard), trasunto una y otras de vida y muerte (dormiam et requiescam: "dormiré y descansaré"). Jugando con las posibilidades espaciales de la iglesia, con cantantes situados ocasionalmente en lo alto, en el presbiterio o en las escaleras que conducen a él, el concierto fue ganando en intensidad y densidad, especialmente con las piezas fúnebres de Thomas Tomkins y Robert Ramsey, a cinco y a seis voces, que lloraban la temprana muerte del príncipe Enrique, hijo de Jacobo I, en 1612, When David heard y How are the mighty fall’n. El dolor ascendió aún un grado más en Death hath deprived me, de Thomas Weelkes, y el In pace conclusivo se cerró con un solo bajo invisible para el público cantando el último verso del responsorio latino en canto llano. Vox Luminis no busca el aplauso fácil con finales aparatosos o un postrer despliegue de medios, sino construir una propuesta musical congruente, intensa, cerrada sobre sí misma. Su soberbia calidad vocal, ensayos que se adivinan intensos y, sobre todo, la absoluta implicación de todos y cada uno de sus miembros hacen el resto: con músicas de esta hondura y gravedad, cantantes y público acabaron noqueados emocionalmente por igual. Somos inmensamente afortunados de convivir en el tiempo con estos músicos que, en un mundo como el de la interpretación de la música antigua, donde suele campar a sus anchas la improvisación –real y figurada–, el baile de fotocopias, el capricho y el descuido, ellos se toman las cosas tan en serio: literal y metafóricamente.
Los cantantes de Vox Luminis impusieron su enorme calidad y su cohesión
El día antes, en la misma iglesia, y partiendo de presupuestos muy diferentes, se había vivido otro de esos conciertos insólitamente perfectos de principio a fin. Christopher Tye era ahora el eje, acompañado de Thomas Tallis y, de nuevo, John Sheppard. El grupo, cinco cantantes de diversos países, se hace llamar Cinquecento, el siglo cuya música más frecuentan. Son voces masculinas –las que la cantaban antaño–, no hay director, no se doblan las partes. Todo es esencial, sus programas exhiben asimismo una férrea lógica interna y los elementos van encajándose como un puzle perfecto: ataques, preparación de puntos cadenciales, engarce del tejido polifónico, empaste, control de las dinámicas, acordes finales. Cantan los domingos en una iglesia de Viena y esa práctica litúrgica habitual se deja notar en sus programas, en los que la música fluye con naturalidad y suena revestida de sentido y trascendencia. El armónicamente visionario Amen de Jesu salvator saeculi, de Sheppard, o el impactante Benedictus de The mean mass, de Tye, fueron tan solo dos perlas de una hora memorable de principio a fin. En su género, son el complemento perfecto de Vox Luminis, la otra cara de la moneda del canto polifónico en su encarnación más alta, emotiva y acabada.
En las decenas de conciertos que se suceden sin descanso en Utrecht ha habido tanto decepciones como otros fogonazos de luz. Entre las primeras, la mayor fueron los dos conciertos de Paul McCreesh y sus Gabrieli Consort & Players, que cantaron y tocaron con dinámicas excesivas y por tramos incluso con agresividad y destemplanza. El británico utilizó incluso batuta, un adminículo tan insólito en Utrecht como pueda serlo un virginal, que suena aquí día tras día, en Salzburgo o Bayreuth, y los cantantes de su coro siguen vistiendo frac, otra reliquia del pasado decimonónico. Entre las segundas, hay que empezar con el violín de Amandine Beyer, una instrumentista única y con un ángel especial sobre el escenario. Su monográfico dedicado a Nicola Matteis, apoyando el violín en mitad del pecho, casi suspendido en el vacío –como al parecer hacía este italiano afincado en Londres– y resonando con libertad, fue un derroche de delicadeza y fantasía. Guillermo Pérez, con Tasto Solo, impartió una lección de cómo hacer música medieval y del primer Renacimiento sin trampa ni cartón: su mano derecha se mueve ágilmente por el teclado, sí, pero cómo controla la izquierda al milímetro la intensidad y el flujo de la entrada del aire en los tubos de su humilde organetto. Su concierto con David Catalunya fue toda una declaración de principios: no hacen falta ostentaciones instrumentales ni el uso de la archimanida percusión para entretener al personal o transmitir una falsa imagen del repertorio de la época.
El concierto nocturno del Ensemble Masques –con otra española en sus filas, la violinista Maite Larburu– sirvió para admirar a Olivier Fortin, la más grata sorpresa clavecinística de un festival que siempre depara alguna en este ámbito. Y la lista puede cerrarse con la personalidad única de John Butt, una mente musicológica privilegiada y un intérprete que siempre sabe qué decir y cómo decirlo, que visitaba por primera vez Utrecht con su pujante Dunedin Consort, en el que desde el primer momento brilló el violín dúctil, polícromo, terso y de inagotables recursos expresivos de Cecilia Bernardini, de tan grato recuerdo en su concierto con Zefiro el año pasado. Ella comparte al alimón con Amandine Beyer las que han sido las mejores interpretaciones al violín barroco de esta edición. Butt interpretó otros de los punzantes lamentos nacidos tras la muerte del príncipe Enrique (Weep forth your tears, de John Ward, y O Jonathan, woe is me y When David heard, esta vez con la música de Thomas Weelkes) pero, sobre todo, recuperó una de esas pequeñas joyas de la música inglesa sobre las que siempre se lee pero que jamás se interpretan, la protoópera Venus and Adonis, de John Blow, modelo del que partiría poco después Dido and Aeneas de Purcell, y que, al igual que ella, reserva lo mejor de su invención para el lacerante lamento fúnebre final. Sombras entre luces, una vez más.
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