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Porque yo lo valgo, porque tú lo digas

Internet podría culminar el trabajo iniciado por la propaganda política y la ficción literaria: hacernos creer que no existe la verdad más que en sus múltiples versiones

Javier Rodríguez Marcos
Eva Vázquez

Los escritores modernos tienen tres grandes maneras de relacionarse con la verdad: decir que es inabarcable, decir que es inefable y decir que no existe. A los primeros dedicó Italo Calvino hace 30 años la quinta de sus Seis propuestas para el próximo milenio: ‘Multiplicidad’. Fue la última porque el narrador italiano murió el 19 de septiembre de 1985 sin redactar la sexta, ‘Consistencia’, de la que solo sabemos lo que ha contado su viuda: que hablaría, entre otras cosas, de Bartleby, el escribiente, el famoso cuento de Herman Melville. Por la propia Esther Calvino sabemos también que ‘Multiplicidad’ estuvo desde el principio en los esquemas de las seis conferencias aunque con títulos como “La enciclopedia y la nada” o “La relación de todo con todo”.

Gustave Flaubert, Robert Musil y Marcel Proust son algunos de los autores que, según Calvino, se lanzaron a escribir un libro absoluto y enciclopédico, una hipernovela. Que Bouvard y Pécuchet, El hombre sin atributos y En busca del tiempo perdido quedasen inconclusos da una idea del esfuerzo que supone encerrar el universo en una forma narrativa que sintetice precisión y ambición, cirugía y astronomía. “Entre los valores que quisiera que se transmitiesen al próximo milenio”, apunta Calvino, “figura sobre todo este: el de una literatura que haya hecho suyo el gusto por el orden mental y la exactitud, la inteligencia de la poesía y al mismo tiempo de la ciencia y de la filosofía”. El autor de Las ciudades invisibles consideraba que esos elementos estaban ya en la prosa de un poeta, Paul Valéry, pero que “el último verdadero acontecimiento” en la historia de la novela había sido un libro publicado en 1978: La vida instrucciones de uso, de Georges Perec, esa suerte de enciclopedia vecinal que parece escrita por un fabricante de puzles loco por los tebeos de 13, rue del Percebe.

Si en este milenio los atletas de lo inabarcable parecen haberse refugiado en la autoficción para concentrar el esfuerzo y limitar el campo de batalla, las otras dos vías de relación con la verdad siguen contando cadáveres porque la realidad se ha vuelto inefable o construyendo mundos paralelos que puedan medirse con el mundo real hasta suplantarlo. Dicen que la primera baja en una guerra es la verdad y es cierto: Occidente no se ha recuperado aún de la carnicería que la Segunda Guerra Mundial produjo en el lenguaje, la herramienta de los escritores. El mismo Th. W. Adorno que acuñó la famosísima frase de que era imposible la poesía después de Auschwitz subrayó que “el escritor no puede aceptar la distinción entre expresión bella y expresión exacta”. Lo anotó, por cierto, en un apunte de 1945 incluido en Minima moralia, un libro fragmentario cuyo subtítulo lo dice todo: “Reflexiones sobre la vida dañada”.

La libertad de opinión es una farsa si no hay información objetiva, avisó Hannah Arendt

No es casual que el fragmento se convirtiera hace 70 años en la forma elegida por muchos escritores para sus “libros de guerra”. Así califica el crítico británico Cyril Connolly su maravilloso La tumba inquieta, escrito, como el de Adorno, en medio de la vorágine bélica pero, en su caso, desde el convencimiento de que el cerebro humano se vuelve inmune al dolor cuando funciona a pleno rendimiento. Como al componer una obra literaria, por ejemplo. Ahí estaba el lugar para la poesía después de Auschwitz: fuera del refugio antiaéreo de lo inefable.

Junto a la suciedad y el cansancio, el gran enemigo de Connolly durante la guerra era la propaganda porque socava de un golpe la verdad y la belleza. Lo mismo que se desmembraron los cuerpos, se desmembró la visión de la realidad. “El río de la verdad”, escribe, “siempre se divide en varios brazos que después vuelven a reunirse. Aislados en las islas que forman dichos brazos, sus habitantes discuten durante toda la vida acerca de cuál es la principal corriente”.

Cuarenta años después del armisticio, en el momento en que Italo Calvino plantea sus propuestas, los habitantes de esas islas estaban en trance de decretar no ya que su corriente es la buena sino que la corriente principal no existe. Llevando al extremo la crítica nihilista del lenguaje, la posmodernidad se disponía a suprimir las fronteras entre filosofía y literatura. Ambas eran relatos, así que cualquier narración podía crear una verdad que no rindiera cuentas a la realidad. Hasta ahí, nada nuevo: la vieja verdad de las mentiras. Lo nuevo era, tras invadir el terreno del periodismo y la Historia, el triunfo de otra consigna: la verdad solo existe en sus múltiples versiones. La horizontalidad de Internet no ha hecho más que culminar el trabajo iniciado por la propaganda política y, paradójicamente, por la ficción literaria.

Antes de morir en 1975, es decir, antes de la era Twitter, Hannah Arendt dedicó muchos de sus esfuerzos a defender tanto la causa de la verdad como su necesidad cívica. Cosas, otra vez, de la guerra. Cuando en 1950 volvió temporalmente a Alemania desde el exilio, descubrió con estupor que sus compatriotas trataban los hechos históricos como si fueran meras opiniones. En el relativismo que los ciudadanos consideraban la esencia de la democracia ella reconoció la herencia del régimen nazi. Para la autora de Los orígenes del totalitarismo, la persuasión y la violencia pueden destruir la verdad pero no reemplazarla: “Los hechos y las opiniones aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos entre sí; pertenecen al mismo campo. Los hechos dan origen a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden diferenciarse ampliamente y ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa, a menos que garantice la información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”. Lo escribió en un ensayo titulado “Verdad y política”. Ya queda menos para las elecciones.

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Sobre la firma

Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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