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EL VIAJE DE DON QUIJOTE

De Calatrava la Vieja a Ciudad Real la Nueva

El vetusto castillo se impone en medio de la llanura como una enorme muela ennegrecida

Julio Llamazares
Exvotos en el santuario de la Encarnación, junto al castillo de Calatrava la Vieja.
Exvotos en el santuario de la Encarnación, junto al castillo de Calatrava la Vieja.NAVIA

De Malagón a Ciudad Real apenas hay veinticinco kilómetros, pero antes me desvío —a la altura de Fernán Caballero— por la carretera que lleva a Calatrava la Vieja, la fortaleza que dominó todo este territorio en tiempos de la Reconquista y que fuera la sede de la orden militar que recibió su nombre de ella hasta su traslado a la de Calatrava la Nueva, sesenta kilómetros más al sur.

La fortaleza, anclada al borde del río Guadiana, que le sirvió de foso algún tiempo (mientras el castillo estuvo en manos de los árabes, que fueron sus constructores como principal avanzada defensiva de sus reinos; luego, cuando cayó en manos cristianas, el río, al quedar al norte de aquél, ya no servía de defensa), impresiona por su ferocidad tanto como por su decadencia. Especialmente a la hora a la que yo llego, que es la del atardecer, cuando el vetusto castillo se impone en medio de la llanura como una enorme muela ennegrecida que el cielo recorta una tarde más desde hace mil trescientos años, que es los que tiene cumplidos. El silencio y la dulzura de la hora, con el cereal segado, que llega hasta los mismos muros de la fortaleza, y la vegetación del río mezclando aromas a su alrededor, convierte este lugar en una fantasía, en una nueva ensoñación de la llanura ciudadrealeña que don Quijote convertiría en una aventura, pues vería guerreros en las almenas y en los adarves doncellas retenidas contra su voluntad que debería ir a rescatar presto. Menos mal que don Quijote está ya dormido en la eternidad en la que viven los héroes y sus creadores y el santero y su familia (su mujer y una hija adolescente) pueden disfrutar tranquilos de la cena que están tomando en la paz absoluta de la arboleda, delante del santuario en el que también viven. Está a escasos metros de la fortaleza y su capilla es muy visitada, según parece, pues guarda cientos de exvotos en cera y de otros materiales de la gente que viene a dar las gracias a la virgen de Calatrava la Vieja (de la Encarnación realmente) y a disfrutar de los merenderos que hay en torno al santuario y al castillo, como ahora hacen el santero y su familia antes de retirarse a dormir.

—¡Que aproveche!

—¡Muchas gracias!

El carillón y las esculturas

Aparte del Museo del Quijote, Ciudad Real ha sembrado sus calles de homenajes al personaje de Cervantes y a él mismo, un poco por reconocer el que le hizo a esta tierra con su novela y un mucho por aprovechar el tirón turístico que en torno a ella se ha producido de un tiempo acá.

Aparte de las esculturas de García Coronado y otros artistas (de don Quijote, de Sancho Panza, de Rocinante, del propio Cervantes), que presiden las plazas de la ciudad, en el reloj de la Casa del Arco, en la Plaza Mayor, un moderno carillón hecho a imitación del de Múnich o del de Bruselas, pero con don Quijote, Sancho y Cervantes como protagonistas, da las horas desde 2005, cuando se inauguró para celebrar los 750 años de la fundación de Ciudad Real.

Cerca de la ciudad, el aeropuerto que construyó una empresa que acaba de vendérselo a los chinos por 10.000 euros porque no sabía qué hacer con él lleva también el nombre de don Quijote. En fin.

A Ciudad Real llego ya de noche después de atravesar Peralvillo, que también cita Cervantes (como el lugar en el que Sancho Panza teme acabar si se sube al caballo Clavileño, el juguete de madera que vuela milagrosamente, y cuyo nombre se identificaba entonces con las ejecuciones de la Inquisición, que en Peralvillo ahorcaba a sus reos), y a la mañana, cuando me despierto, me dedico a visitarla pese a que en el Quijote ni se la nombra (sí, en cambio Miguelturra, pueblo que es casi ya un barrio de la ciudad, con perdón de los miguelturreños; lo hace al hablar de un vecino del pueblo, Andrés Pelerino, que se presenta en la ínsula Barataria ante Sancho Panza para pedirle dinero para casar a una hija). Es normal; don Quijote procuraba siempre andar por despoblado, lejos de las ciudades y de los pueblos donde no iba encontrar aventuras y sí percances y contratiempos.

Pero a Ciudad Real no le importa, a lo que se ve, ese olvido; al contrario, la ciudad fundada por el rey Alfonso X el Sabio —de ahí su nombre— como contrapeso de la monarquía ante el creciente poder de las órdenes militares en la zona presume, como todos los pueblos y las ciudades de la provincia, nada más y nada menos que de ser la capital del Quijote, que es decir mucho y nada a la vez, dependiendo de cómo uno lo entienda. Como lo entienden Charly (Francisco Javier López), el director de los museos municipales de Ciudad Real y amigo de la juventud al que visito en su puesto de mando del Palacio de Villaseñor, frente a la catedral del Prado, y Valeriano Villajos, el archivero municipal, es con escepticismo, como corresponde a dos personas inteligentes. “De algo tenemos que vivir”, ironiza Charly, que ni siquiera es de Ciudad Real, aunque lleva ya media vida aquí.

Con escepticismo o no, después de tomar café (“Hoy no tenemos prisa”, dicen el director de museos y el archivero municipal, “pues aún no se ha constituido el nuevo Ayuntamiento, así que no tenemos jefes”) me acompañan a ver el Museo del Quijote, creado en honor de éste y en el que lo mejor, aparte del edificio, que está muy bien, son las reproducciones de instrumentos de simulación de ruidos (lluvia, truenos, ventoleras...) que se usaban en el teatro en época de Cervantes, que es lo que más interesa a los escolares que lo visitan, mucho más que la colección de Quijotes de la biblioteca y que los moldes de las esculturas de Joaquín García Coronado, dónde va a parar. Y a mí también, aunque me lo callo

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