El camino real de la Plata o de Sevilla
Santa Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas en Malagón donde hoy quedan tan solo 14 monjas
De Málaga a Malagón dice el refrán popular sin que se conozca otra explicación para asociar las dos poblaciones que el parecido de sus nombres, puesto que están a cuatrocientos kilómetros una de la otra y no tienen nada en común. Una es una ciudad de mar y la otra un pueblón manchego rodeado de campos de cereal y de cultivos de regadío allí donde el río Guadiana lo permite.
A Malagón he llegado desde Fuente el Fresno por el histórico camino de la Plata, que nada tiene que ver con la vía romana de la Plata (la que une Astorga con Mérida), tras callejear un poco por la montaraz aldea que, como Puerto Lápice al otro lado de Villarrubia, surgió de las varias ventas que, aprovechando el puerto que allí se abre, se habían asentado a su vera. La aldea no tiene nada de particular (y, si lo tiene, yo no lo vi), por lo que mi parada en ella fue breve.
Los caminos en época de Cervantes
En la derrota de don Quijote hacia el sur, explica José Terrero, autor de una publicación titulada Las rutas de las tres salidas de don Quijote de la Mancha, Cervantes muestra tal vaguedad que es difícil determinar los sitios de sus aventuras. Sin embargo, la existencia ya en ese tiempo de repertorios de caminos, principalmente los de Villuga y Meneses, perfectamente señalizados y medidos permite hacer una aproximación de los pasos que seguirían el caballero andante y su escudero. Si tomamos, por ejemplo, el de la Plata, que iba desde Toledo a Sevilla, sabemos que pasaba por Ordaz, Los Yébenes, la venta de las Guadalerzas, Fuente el Fresno, Malagón, Peralvillo, Ciudad Real, Caracuel y, así, sucesivamente hasta llegar a Córdoba y a SevillIncluso los principales caminos eran penosos de andar, como Cervantes experimentó en sus carnes.
Malagón, en cambio, ya es otra cosa. Sin llegar a ser Alcázar o Tomelloso ni tener el encanto de Argamasilla o Campo de Criptana, merece una visita despaciosa siquiera sea porque aquí (en sus proximidades) sitúan algunos estudiosos del Quijote la famosa venta de Palomeque el Zurdo en la que trabajaba de criada Maritornes, la asturiana “ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana” que, junto con los venteros, curó al pobre don Quijote de las heridas del cuerpo que le habían producido unos arrieros yangüeses a los que se enfrentó ese día (y, ya ella sola, de noche, de las del alma, que eran mayores), y porque, por la misma época, unos años antes, Santa Teresa de Jesús fundó su tercer convento de carmelitas, que todavía subsiste hoy. Lo leí apenas llegado al pueblo, mientras tomaba café en un bar, y me lo confirma el primer vecino al que le pregunto, que resulta ser, casualidades de la vida, hermano de dos monjas de clausura, una de ellas residente en el propio convento de Malagón. El hombre, que está sentado en un banco con su mujer, que sufre las consecuencias de un ictus, y con su cuidadora rumana (¡cuántos rumanos hay por todos estos pueblos!), en seguida se ofrece a acompañarme; se ve que se aburre con su mujer y la cuidadora.
El convento está cerca, en una calleja próxima, pero tardamos en llegar bastante tiempo, ya que Juan, que así se llama mi cicerone, un excartero de Fuente el Fresno y del barrio de Carabanchel de Madrid, anda con mucha dificultad, al final del cual divisamos el edificio, cuya fachada da a una plazoleta en la que están conversando dos mujeres.
—Tenemos suerte— me dice Juan— Está la monjera.
Se refiere a la más vieja de las dos, una señora gruesa y de andares torpes que, según Juan, es la que cuida de las monjas. Lo hará, no lo dudo, como él (“Cada poco vengo a verlas” me asegura), pero, mirando lo que le cuesta andar y no digamos ya encontrar la llave de la iglesia a Felipa, que así se llama la monjera, a uno se le hace difícil imaginarlo. Quizá le salve que las monjas son tan mayores como ella, según me dice Juan, cuya hermana, la que está aquí, tiene ya 82 años.
— ¿Y la otra?
— Igual: son mellizas. A la otra la veo menos; está en Daimiel, pero antes estuvo en Estella, en Navarra. Mi madre, la pobre, perdió los cuatro hijos que tuvo en el mismo año: las dos mellizas se metieron monjas, la otra hermana se casó y yo me fui a la mili a África ¡Cuánto lloró mi madre!— me cuenta Juan mientras me acompaña, después de santiguarse con el agua bendita de la pila, por la iglesia del convento, que la monjera acaba de abrir después de varios intentos, pues la llave pesa cerca de un kilo. La iglesia es rica y está muy limpia. Lo mejor es el retablo mayor, de estilo churrigueresco, y un Cristo crucificado al que le dicen el Cristo Verde por el color verdoso de la madera —El mantel del altar— me señala Juan al llegar a é— lo bordó una hija mía que hace bolillos.
Cae la tarde en Malagón. Felipa se va a su casa después de cerrar la iglesia y Juan y yo regresamos a donde éste dejó a su mujer, eso sí, después de santiguarse él por segunda vez (lo hizo al ir y, ahora, al volver) ante la talla de Santa Teresa que está sentada en la misma piedra desde la que la santa abulense veía crecer el convento en el lugar que una paloma le indicó que lo construyera, según dice la tradición. En el pueblo, mientras tanto, los coches van y vienen por las calles con la música a todo volumen ajenos a la clausura de las 14 monjitas que quedan en el convento y al forastero que ha llegado hoy siguiendo los pasos de don Quijote.
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