‘Una carta desde Potsdam’ (6): ‘El desconocido’
Virginia Yagüe, guionista de series como 'La Señora', concluye su relato. En la entrega de hoy, Gerda entiende finalmente la advertencia de la señora Baumann
Le habría gustado tener a la señora Baumann a su lado cuando llegó la orden de desalojo. Tuvo muy poco tiempo para recogerlo todo y arreglar el papeleo para trasladarse a una nueva casa con los niños. Sin embargo, consiguió moverse rápido y, gracias a sus contactos, terminó en una propiedad de Kurt von Ruffini, nieto de un actor y cantante de ópera, donde recuperó la electricidad y el agua y donde los niños podrían jugar tranquilos en un jardín rodeado de malvas y grandes girasoles.
Gerda detuvo su escritura y bebió un poco de agua mientras reflexionaba sobre la indignidad que rodeaba a las guerras. Se alegraba de que sus hijos crecieran aparentemente felices y parecieran no recordar aquellas duras experiencias pero dudaba que aquel lacerante recuerdo no se hubiera instalado para siempre en sus almas. Demasiado tiempo alimentándolos con pan duro y latas de carne que conseguía bajo lluvias de balas. Demasiado frío. Demasiado miedo. Todavía no estaba en disposición de reflexionar sobre su parte de responsabilidad en todo lo sucedido y el aval que todos, su familia, sus amigos, sus vecinos, Davoud y ella misma, habían extendido a un gobierno que les había conducido hasta aquel punto. No sabía si habían decidido mirar hacia otro lado sin medir las consecuencias o simplemente se habían dejado llevar. Tampoco alcanzaba a entender hasta dónde llegaba su responsabilidad.
Notó su mano dolorida. Eran las dos de la madrugada y al día siguiente debía levantarse temprano para ir al hospital. Se despidió de sus padres con la firme esperanza de reunirse con ellos en Behlingen. Pidió que se sintieran muy queridos por su envejecida “caracolillo”, como solían llamarla, y firmó con trazo firme con su nombre y apellido completo tratando de dar solemnidad a aquella carta. Se acostó pero le costó conciliar el sueño. Llevaba tiempo sin escarbar en su interior y el relato de aquellos seis meses de sufrimiento le había removido. Recordar lo vivido había sido agotador pero también le había hecho tomar contacto con ella misma, con la mujer en la que se había convertido tras aquella experiencia. Estaba agotada pero se sentía más fuerte y consciente de lo que había sido nunca.
Al día siguiente se levantó temprano. Los niños dormían tranquilos y se arregló con cierta calma. Entregó la carta al señor Eisele antes de emprender camino hacia el hospital. No quería pensar en la despedida que el día anterior le había dicho Davoud pero era inevitable hacerlo mientras se acercaba. La tensión crecía y se veía asaltada por el miedo. ¿Y si no había sobrevivido a aquella noche? ¿Cómo afrontaría el momento? ¿Algún médico le daría el pésame? ¿Cómo volvería a casa y se lo contaría a los niños? ¿Cómo sería su vida estando viuda?
Enfiló el pasillo con la firme decisión de, en el peor de los casos, no echarse a llorar, pero al llegar a la habitación y ver la cama vacía le embargó una emoción incontrolable que hizo aflorar sus lágrimas. La voz del doctor Kreuzmann irrumpió tras ella. Habían tratado de localizarla pero el cambio de casa había impedido el contacto. Algo insólito había ocurrido aquella pasada noche. Unos hombres habían llegado al hospital y se habían llevado a Davoud. Gerda levantó la cabeza y su mirada se iluminó. Estaba vivo. Vivo. Había superado aquella noche y el aciago pronóstico no se habían cumplido. Solo entonces comenzó a caer en la cuenta de que Davoud ya no estaba. Preguntó quiénes eran esos hombres que se lo habían llevado y adónde. Pero Kreuzmann solo acertó a explicarle que tenían acento americano y habían llegado en un gran coche. No sabía nada más.
Gerda pensó en las palabras de Davoud el día anterior y en su insistente despedida. Un escalofrío la sacudió con violencia al tiempo que notaba cómo lo advertido por la señora Baumann comenzaba a cobrar sentido.
Babelia
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