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‘Una carta desde Potsdam’ (3): ‘Maldita herida’

Virginia Yagüe, guionista de series como 'La Señora' y '14 de abril, La República', continúa su relato. En la entrega de hoy, Gerda recuerda los eventos del 25 de abril

Ilustración de Elena Odriozola, premio Nacional de Ilustración 2015.
Ilustración de Elena Odriozola, premio Nacional de Ilustración 2015.

La memoria de Gerda guardaba con nitidez el 25 de abril, cuando había decidido vaciar el sótano de carbón para llevar allí las camas de los niños, la alfombra afgana y un colchón justo antes de que comenzara un frenético fuego de artillería que se prolongó durante horas y que solo se vio interrumpido por los gritos de los vecinos pidiendo ayuda. Aterrada, Gerda miró a Davoud y por única respuesta él apretó fuerte su mano antes de salir rápidamente fuera de la casa. Su corazón latió con ansiedad hasta que él volvió acompañado por los Kirchhoff, la señora Baumann y la señora Siering y su hijo. La señora Kirchhoff tenía el pie completamente destrozado. Mientras Davoud trataba de calmar a su marido, Gerda se ocupó de dar algo de coñac a la malherida. Recordaba cómo sus manos se habían aferrado a su cuello para acercarse y decirle con un hilo de voz que se moría antes de perder el conocimiento. Gerda permaneció quieta, acariciando su pelo, pensando que su falta de consciencia era lo mejor que le podía ocurrir. En su recuerdo se difuminaba el tiempo transcurrido hasta que se dio cuenta de que el cuerpo de la mujer comenzaba a estar frío. Comprobó la falta de pulso y avisó a Davoud sin levantar la voz. Convivieron con aquel cadáver durante tres días, tratando de preservar a los niños de la tétrica realidad mientras afuera se escuchaban los disparos de los soldados rusos contra la resistencia nazi.

Cuando la metralla era sustituida por artillería pesada las ventanas se rompían y todo caía al suelo. Los niños se tapaban los oídos y Gerda se tumbaba junto a ellos. Recordaba descubrirse a sí misma sin miedo ante aquella situación, sintiéndose sorprendentemente reconfortada. Ya no pensaba en su peinador, ni en el armario rosa con su vestido de noche americano. Tenía a los niños pegados a ella y Davoud apretaba con fuerza su mano. Colocó su cabeza en el pecho de su marido y se refugió en su olor. Sintió en aquel momento que lo amaba mucho más intensamente de lo que jamás se había parado a pensar y llegó a la íntima convicción de que, si en aquel momento moría junto a él y los niños, dejaría este mundo con mayor felicidad que la desdichada señora Kirchhoff. Aquel pensamiento le salvó de aquella noche y de otras muchas que vendrían después.

Tras los disparos, Davoud escuchó palabras en ruso y abrió de inmediato la puerta para evitar que dispararan al interior de la vivienda. No tardó en entrar una turba de soldados rusos. Eran tártaros, azerbaiyanos y chechenos, casi todos musulmanes. Gerda recordaba los controles continuos que vinieron después para buscar dentro de la casa militares alemanes escondidos. También las apropiaciones indebidas de las pertenencias de los propietarios. Pero, sobre todo, recordaba el terror que le producía aquella frase pronunciada con acento ruso:

–Mujer. Ven –aquellas evidentes intenciones de los soldados eran inmediatamente sofocadas por las intervenciones de Davoud al que los musulmanes respetaban al reconocerlo como iraní.

Aquellos días fueron complicados, pero todo empeoró cuando aquella mañana escuchó aquel estruendo que hizo que su cabeza retumbara.

Gerda se giró de inmediato y vio a Davoud junto a ella. Tenía lo ojos muy abiertos.

–Mi pierna –dijo justo antes de desplomarse.

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