La cara oculta de Don Carlo
Se ha dicho tanto de este Don Carlo de Boadella, perdón, de Verdi, que no sabe uno qué añadir. Quizá lo primero sea que Boadella es un genio de la promoción, lo que pasa es que tampoco lo hace mal como hombre de teatro. Cuando Don Carlo se puso en el Teatro Real en 2001 quedaba viejuno y fuera de lugar hablar de la leyenda negra y todo eso; ahora, no se habla de otra cosa. Pero Boadella percibió que llevarla a El Escorial; donde ha habido un par de vetos a que el Felipe II y los suyos, en versión Verdi, alteraran los ecos de los reales sitios; tenía mucho morbo. Pues bien, ahí está, y aunque el Auditorio no es el Monasterio, está a pocos metros.
Don Carlo es una ópera históricamente inverosímil, pero sería justo decir que todas lo son. Que alguien crea que una ópera refleja alguna realidad histórica es para hacérselo mirar. Pero Don Carlo es, además, algo digno del Ministerio del tiempo: Felipe II y su entorno se mueven en una lógica del siglo XVI, Don Carlo y su amigo, el Marqués de Posa, son personajes arquetípicos del iluminismo del siglo XVIII, y la historia de amor entre Don Carlo y su madrastra la reina Isabel de Valois, es del XIX. Todo esto se revuelve y queda una cosa muy rara que, no obstante, Verdi convierte en una experiencia artística trascendental al revelar las tensiones ocultas de personajes movidos por fuerzas históricas y emocionales que los dominan. Para hacer de esto una historia coherente hacía falta Shakespeare, a quien Verdi recurrió casi a continuación.
Boadella recurre a una introspección actoral que es una bendición para esta ópera (y, seguramente, para todas); pero, sobre todo, convierte a Don Carlo en el desequilibrado y tullido que está mucho más cerca de la autenticidad que el heroico y ahistórico personaje de Schiller. Esta jugada tiene muchos más aciertos que los que pudiera traslucir la supuesta verdad histórica y a Boadella no se le escapan, es mucho más teatral.
A partir de ahí, el resto es trabajar como a Boadella le gusta, con rigor en el detalle y una teatralidad conceptual, nada que ver con las desfiguraciones al uso en la moderna moda operística. Y el resultado está a punto de llegar a ser magistral, con escenas de serena belleza, como las de la corte de la reina Isabel, que te atrapan, pero el final le puede, se le acaba la gasolina a partir de la tonta muerte de Posa.
Con todo, el resultado global es magnético, una sensación ingrávida de tristeza que indica una mano maestra en la materialización escénica.
No hay buen resultado sin un equipo coherente, y este es otro de los logros de esta producción. La orquesta y el coro, de la ORCAM reforzadas por la Verum, se aplican con ganas y buenos logros, mejor la orquesta que el coro. Los secundarios no permiten que baje el nivel y, como colofón, un plantel de protagonistas excelso. Destacan el bajo canadiense John Relyea como Felipe II, con voz redonda y sonora en todo el registro de este difícil papel, y el tenor José Bros, que escenifica un Don Carlo extraordinario en lo actoral, con su permanente desequilibrio casi epiléptico, y una aportación vocal de mérito. En orden decreciente, pero sin desmerecer nunca, hay que citar la Princesa de Éboli que canta la mezzo georgiana Ketevan Kemoklidze, la Isabel de Valois que encarna la soprano argentina Virginia Tola y la versión del Marqués de Posa que brinda el barítono catalán Ángel Ódena, suficiente en lo vocal pero más errática en lo escénico que sus compañeros. En el podio directorial, merece elogio el retorno del chileno Maximiano Valdés. Todos ellos convierten este Don Carlo en una apuesta ganadora.
Babelia
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