Añoranza de la sardina en lata
Silvia Pérez Cruz, no me pareció que hiciera nada del otro mundo
A ver si nos entendemos. Uno está aquí cumpliendo el sagrado mandato de informar al lector. A tal efecto, planifica sus desplazamientos entre un escenario y otro del festival con la antelación suficiente, no sea llegue y se encuentre compuesto y sin butaca, o sin silla plegable, cual es el caso. En San Sebastián, esto no es fácil. Pero lo de ayer, superó todo lo imaginable.
Uno llegó a las puertas –un decir- de la plaza de la Trinidad, y se encontró con que la cola llegaba a Miranda de Ebro. Y el personal, claro, de los nervios. Y el fulano de la entrada, tratándonos de convencer: “al fondo hay sitio”. “Sí, pero ¿dónde está el fondo?”, le respondían. ¿Recuerda el lector la imagen del metro de Tokio y los funcionarios de gorrilla empujando a los viajeros como quien introduce al rebaño en el redil?. Pues más o menos.
Difícilmente puede nadie informar de lo que ocurre a su alrededor cuando está siendo el relleno del bocadillo, entre un señor de Zaragoza tamaño king size y una dama británica de blanquecinas carnes empecinada, la buena señora, en hacerse un selfie a cada 2 minutos (espero haber salido favorecido). Por supuesto, de pie. Cuando uno se encuentra en esas circunstancias ya no piensa en encontrar un acomodo razonable; le basta con poder respirar. Al menos las sardinas tienen el aceite de oliva o vegetal circulando entre ellas.
Porque esto, vuelvo sobre el asunto, es un festival de jazz, aunque no siempre lo que suena sea jazz; y el jazz demanda un cierto tipo de escucha mínimamente confortable. Entiéndaseme: uno no pretende que la Trini sea el Paláu de la Música, pero una cosa es eso, y otra lo de anoche. La santa paciencia de quién ha pagado una entrada, ¿para qué?. La mitad del aforo ni escuchó, ni vio, y otros muchos, aún viendo y escuchando, no podían moverse de su localidad por una mera cuestión de física básica. ¿De verdad alguien piensa que éste es el modo de disfrutar de una manifestación artística?.
Así que no voy a hablarles apenas de Silvia Pérez Cruz, que tampoco me pareció que hiciera nada del otro mundo fuera de esa cosa lánguida estilo “Caetano-Morelenbaum” que tanto se lleva entre la progresía. Pero quién soy yo para hablar de lo que apenas pude ver ni escuchar. La vocecita de SPC para nosotros, la plebe de los sin silla, era un eco perdido por entre el vocerío de los porteadores de cerveza, lo/as que esperan a la puerta del wc –“perdona, bonita, pero estaba yo antes”- y la inglesa, dale con el puñetero palo de los selfies. Tuvo, sí, su gracia, cuando, en la “Lambada”, invitó al personal a echarse un bailecito. “Primero tendría que poder mover las piernas”, le respondió mi ya viejo amigo de Zaragoza.
Lo bueno es que, para cuando salió Zaz a escena, algunos ya se habían ido. De puro aburrimiento, supongo; y hubo momentos en que incluso me fue posible atisbar el escenario, allá, a lo lejos; y, bueno, el espectáculo de la francesita, tanto más vistoso, con sus cambios de vestido -3, en total- que son otras tantas mutaciones artísticas. La Zaz mamouche, la pop y la que podría estar cantando en el Caesar Palace de Las Vegas con Tony Bennett (denle tiempo). El personal –el que podía enterarse de lo que sucedía sobre el escenario- coreó “Champs Élysées” en francés, en el original; aplaudió los esfuerzos de la chica por hablar en castellano y euskera, y tomó nota de su labor altruista al frente de “Zazimut”, por no hablar del dueto con, adivinen quién: Jamie Cullum. Y sí, cantó la “Historia de un amor” tal cual manda los cánones: a moco tendido, o poco menos. Uno, en la entrevista que publicó ayer éste periódico, reprochó a la artista el vídeo en el que aparece interpretando la canción de marras como quien está cantando “Paquito el chocolatero”. “Prometo que ésta noche la voy a cantar a lágrima viva mientras pienso en ti”, me respondió. Todavía no sé cómo tomármerlo,
Babelia
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