‘El síndrome’ (4): ‘El placer’
Helena Medina, guionista en series como 'El reencuentro', 'Sara', '23F: el día más difícil del Rey', 'Operación Jaque' y 'Niños robados' continúa esta semana su relato de verano
La dependienta le guiaba a través del que, según sus cálculos, era el tercer Duty Free que pasaban. Él la seguía intentando no mirarla mucho, no fuera a ser que cualquier tontería, una variz, unos gránulos de celulitis en las rodillas, incluso una manera de andar poco agraciada, en combinación con el vodka ingerido resultara en un gatillazo que, en el no-lugar, y dado el hecho de que ni él ni las cosas que le pasaban existían de verdad, no le preocuparía ni humillaría ni importaría un rábano, pero que le contrariaría enormemente porque él quería follar sin consecuencias, sin motivos personales ni secuelas sentimentales, y sobre todo sin tener que comprar un regalo a su mujer para despistar y para expiar una pequeña culpa. Quería un polvo que tuviera sentido en sí mismo, que brillara por un instante y luego desapareciera para siempre.
Así fue. La dependienta era fogosa y todo lo que tenía de tonta (¿cómo había podido creer que él, con esa corbata, era un poeta de renombre?) lo tenía de experta en amatoria. El acto se consumó ante el espejo de los aseos para el personal a donde nunca llegó la azafata muerta, y cuando finalizó la dependienta se volvió a poner el uniforme, que había quedado desparramado por el suelo, y se fue despidiéndose breve y educadamente. Un gustazo, la verdad; se notaba lo asumido que tenía la dependienta el no-lugar, cosa normal considerando que pasaba en él tantas horas que ya había adquirido su naturaleza: estaba hecha de la materia de las huríes del paraíso.
Él se quedó mirando su imagen reflejada en el espejo y se juzgó con gran satisfacción, pues aunque hubiera sido por puro azar había consumado con éxito la primera parte de su plan. Ahora era cuestión de completarlo. Miró el reloj. Quedaba una hora para la salida de su vuelo. En principio había tiempo suficiente, aunque antes tendría que dilucidar cómo matar sin ninguna de las herramientas tradicionales (ni siquiera veneno, pensó, pues un organismo humano, para morir, requeriría más de los cien mililitros admitidos en el equipaje de mano). Luego sonrió pensando en lo fácil que le había resultado acabar con una vida cuando no era ése su objetivo; en cómo la muerte había llegado sin instrumentos ni premeditaciones, y en la ironía de todo ello.
Al salir del aseo se topó de frente con la puerta señalada Emergency Exit y sintió una arcada al notar que alguien, desde el otro lado, la estaba empujando para abrirla. Temió, y a la vez deseó fervientemente, pues eso probaría la existencia de la inmortalidad, que apareciera la azafata desangrada ajustándose la falda y atusándose el pelo, pero en su lugar salieron dos guardias de seguridad que le provocaron una breve parálisis de terror. Afortunadamente, ni sus rostros ni su banal conversación resultaron ser los de alguien que acabara de encontrarse a un muerto.
Compró otra botella de vodka para pasar el susto y para concentrarse en su objetivo. Dio un trago largo, luego otro y seguían sin fluir las ideas. Al tercer trago empezó a encontrarse débil, atormentado; de nuevo le asaltó una tristeza sin causa, imprecisa pero lo suficientemente poderosa como para hacerle sentir incapaz de ponerse manos a la obra y matar al hombre del teléfono, cuyas gilipolleces ya ni siquiera recordaba. Además, habría que encontrarlo primero, aunque es bien cierto que valdría cualquier otro porque gilipolleces dice todo el mundo, y las mismas además, pero… De nuevo una voz interrumpió sus pensamientos, y cuando levantó la cabeza para ver quién se dirigía a él se encontró cara a cara con su ya descartada víctima, que ahora no hablaba por teléfono y amablemente le preguntaba si la silla de al lado estaba libre. “Ese idiota se empeña en ir en busca de su destino”, pensó.
Babelia
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