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FICCIÓN EN CADENA

‘El síndrome’ (2): ‘El deseo’

Helena Medina, guionista en series como 'El reencuentro', 'Sara', '23F: el día más difícil del Rey', 'Operación Jaque' y 'Niños robados' continúa esta semana su relato de verano

Ilustración de Carmen Delaco.
Ilustración de Carmen Delaco.

La poseedora de la voz iría sin duda vestida con uno de esos uniformes de azafata que incendian el imaginario masculino desde que existen las líneas aéreas. El no-lugar, pensó mientras andaba en busca de la sala de megafonía, se parece al paraíso musulmán en donde los muertos pasajeros pueden follarse a no sé cuántas huríes como premio a no se sabe muy bien qué. La sala de megafonía no existía. Según le dijo la azafata del punto de información, la dueña de la voz que anunció el retraso de su vuelo podía estar ahora en cualquier puerta de embarque, en un aseo o incluso –decidió él entender- podía ser ella misma. Buscó entonces una fórmula de galanteo, pero ninguna parecía tener sentido en un no-lugar, y cuando finalmente abrió la boca para hablar era tarde: la azafata salía de detrás del mostrador y empezaba a alejarse por el enorme pasillo.

El la siguió; la azafata avanzaba por el no-lugar a una velocidad impropia de los tacones que llevaba y difícil de igualar con media botella de vodka en el cuerpo, la otra media en la mano derecha y un maletín en la izquierda. Al cabo de poco comprendió que se estaba dirigiendo a los aseos reservados al personal del aeropuerto y entendió que era preciso abordarla antes de que llegara a ellos. Así que tomó otro trago para coger impulso, alcanzó a la azafata y jadeando por el esfuerzo le hizo una pregunta imbécil que la obligaría a detenerse unos momentos mientras él pensaba en el siguiente paso: ¿Están ustedes entrenadas para asistir a personas víctimas del síndrome del no-lugar? La azafata, como él había sospechado, respondió que sí. Él tiró al suelo botella y maletín y se desabrochó teatralmente la corbata mientras en una especie de flash-back inoportuno recordaba que hubo un tiempo en que su mayor aspiración había sido encontrar un trabajo que no la requiriera, y que por eso estudió filosofía, pero las cosas no salieron como tenían que salir. “Me ahogo”, dijo mientras estudiaba a toda velocidad el entorno. La azafata se inclinó sobre él. “Respire hondo, cálmese”, la oyó decir. Él se fijó en una puerta con una indicación: “Emergency Exit”. Supuso que tras la puerta habría una escalera y que estaría completamente desierta, ya que en ese momento en el no-lugar no había más emergencia que la suya propia. Cogió la mano de la azafata y la empezó a arrastrar hacia la puerta. Ella se soltó. “No se mueva, respire hondo y siéntese aquí, en el suelo mismo. Voy a llamar a los servicios médicos”. “No”, dijo él sin saber cómo completar la frase. Entonces volvió a coger la mano de la azafata y bruscamente la arrastró hacia la puerta, la abrió y la empujó al otro lado.

En efecto, tras la puerta había una escalera desierta. Fea, de paredes grises. Temiendo que la azafata empezara a gritar, la agarró fuertemente mientras le tapaba la boca y pensaba la forma de entrarle, aunque sospechaba que ya era tarde para conseguir una relación consentida y francamente no le apetecía violar a nadie. Y entonces, mientras se esforzaba por buscar una salida digna, le invadió una tristeza tremenda, que no tenía el más mínimo sentido. Porque, ¿de dónde viene la tristeza en un no-lugar, si todas las causas posibles han dejado de existir? “Es verdad”, se dijo, “que hay un tipo de tristeza que viene de dentro de uno, melancolía creo que se llama o se llamaba, a saber qué nombre le habrán puesto ahora…” Esta vez su pensamiento se interrumpió porque la azafata le dio un codazo en el estómago y se echó a correr. Él reaccionó instintivamente, la volvió a agarrar; ella trató de apartarlo con tal torpeza que cayó hacia atrás. Desgraciadamente, era demasiado alta para que la barandilla impidiera que se precipitara al vacío por el hueco de la escalera y se estrellara contra el suelo tres pisos más abajo.

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