La mesa asesina
´Una vez estuve a punto de estirar la patita en un teatro y no fue por una mala obra. Juan Máñez, el legendario jefe de sala del Romea, me salvó de de lo que hubiera resultado una muerte tontísima, de las que se cuentan y no se creen. Hará de esto unos quince años. Interior noche, estreno, invierno. Teatro lleno, muchos abrigos, demasiado calor. La función no arrancó bien y se me contagiaron los nervios de la compañía: también se sufre, sí señor, en el patio de butacas. Comenzó a darme vueltas la cabeza. El escenario se alejaba, las voces me llegaban distorsionadas. No quedaba bonito que un crítico se levantara al cuarto de hora, pero no me quedó otro remedio. “Voy un momento al lavabo”, le dije a mi mujer, por no decirle “Estoy a punto de desmayarme”. Pasillo arriba se apagó la luz en mi cabeza. Bajonazo de tensión, de azúcar, qué se yo. No había bebido ni una gota, por si alguien tiene dudas.
Un día casi muero en el Teatro Romea, y no por culpa de la obra representada
Recuerdo que a tientas llegué hasta el bar, me dejé caer en lo que me pareció una silla, extendí las manos como un zombi y ahí se apaga también mi memoria, pero no la de mi salvador, que medio minuto antes me ve salir a trompicones. Comprende, lógicamente, que algo no va bien, y corre a por mí. Continúa el plano interrumpido, ahora desde el punto de vista de Juan, que llega en el momento en que me aferro a la mesa y caigo hacia atrás. Y la mesa conmigo: un velador de mármol, de los antiguos, con suficiente peso como para chascarme la cabecita, y más con el impulso que llevaba la piedra. Frenar mi caída y la de la mesa asesina no debió ser cosa sencilla, pero Juan lo hizo justo a tiempo.
A partir de ese momento la cosa se pone onírica. “Qué curioso. Soñaba que estaba en el Romea, tendido en el suelo del bar”, me digo: pura Noche boca arriba, aquel gran cuento de Cortázar. Funde de nuevo a negro. Abro los ojos. Estoy en el fondo de un pozo, y un círculo de rostros consternados me miran desde lo alto. Pienso: “Me he muerto mucho, a juzgar por esas caras”. Alguien dice: “Azúcar, que le den azúcar”, y me lo echan directamente en las fauces. Sueño dos: estoy en el desierto, como Jacinto Antón, y el azúcar se convierte en tormenta de arena. Luego salgo del teatro a lo grande, en un cochazo con sirena y luz giratoria.
Volví al Romea a ver la función interrumpida. Estaba bien, pero, francamente, la mía tenía más efectos. De vez en cuando, Juan me la recuerda. Y vuelvo a darle las gracias.
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