Vello público
Por razones que no vienen al caso —lo diré críptico: he partido peras con mi media naranja y estoy a por uvas pasas—, me he hecho la láser en salvas sean las partes. Había sopesado mucho someterme al rayo exterminador ese. Pero no hallaba el momento. Por pereza, por pasta, por pitos, por flautas. Vale, por pura vergüenza. Bien saben los patronistas de Inditex que no soy precisamente estrecha de cintura para abajo: a ver si dejáis de imponernos esos tiros intrauterinos, sádicos. Pero que una desconocida —de desconocidos ni hablamos, están todos pillados— te desplume las partes blandas armada con un artefacto cilíndrico, aunque haya consentimiento mutuo, me daba, no sé, bochornazo.
Tú vas a ese templo de la tecnología cual chiva al sacrificio y, en efecto, te inmolan viva. Te recibe una chica que te llama cielo, corazón cariño. Malo. Te dice que te enjaretes un tanga de papel de cocina sobre el orégano del monte. Chungo. Te ordena que te tumbes en una cama rollo potro ginecológico y que adoptes la posición reglamentaria. Date. Te pide que te agarres tú misma de la tira delantera y —horror de horrores— te invita a que te la vayas corriendo, perdón, desplazando de un lado a otro de las sacroilíacas mientras ella te va pasando el aparato de marras por la zona previamente lubricada con un gel antifricciones sin ni siquiera haber tomado antes juntas ni un gin tonic. Vale que la confianza da asco, pero conozco a matrimonios con menos interacción en esas latitudes.
Menos mal que te dan unas gafas opacas para que no te ciegue la luz vellicida. Ojos que no ven, corazón que no siente, piensas. Ilusa. El bulbo piloso muere, o eso dicen, pero antes emite un chasquido como el de los mosquitos al achicharrarse en las lámparas de los bares de polígono. Y el corazón, no, pero el bulbo raquídeo te arrea un pinchazo tan finísimo que se te calan los implantes. Los de las muelas, porque los de abajo siguen inmunes a cualquier estímulo, no se me olvide que el lunes tengo juicio con el fabricante.
Lo peor, con todo, vino cuando miré las tarifas por si había una oferta bigote/perilla para señora. Hasta que no vi el pack “paquete total”, no caí en que ellos también se desuellan. De cabo a rabo. Hubo un tiempo en que los señores se rasuraban la cara y se dejaban el resto del vello suelto. Ahora hasta los más rústicos, sobre todo esos, se depilan todo menos la barba de hipster de la dehesa. Llevo sin pegar ojo desde que, al cerrarlos, visualizo las posturas que deben adoptar a tal fin el sujeto pasivo y la agente activa. Creo que hay una Escuela de Depilación Láser de grado medio. Poco me parece. Qué menos que una carrera con Erasmus. Ahí tiene el ministro Méndez de Vigo su única ocasión de pasar a la historia. Ya que el oficio no está ni agradecido ni pagado, que tenga un prestigio.
Babelia
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