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Alcides Lanza recibe el Premio Tomás Luis de Victoria

El compositor repasa su trayectoria y su transgresor estilo al recibir el galardón de la SGAE

“Perdonen, pero es que a mí me gusta el ruido”, decía ayer Alcides Lanza (1929, Rosario, Argentina) cada vez que, al pasar la página, le daba un golpe con los folios al micrófono. El compositor argentino, que a veces se traba con el español porque lleva desde 1971 viviendo en Montreal, ha recibido el Premio Tomás Luis de Victoria que concede la SGAE a compositores trascendentes del ámbito iberoamericano. Lanza se suma a una lista que incluye a Xavier Montsalvatge, Joan Guinjoan, Antón García Abril o Leo Brouwer.

“Siempre he dicho que soy un hombre de fortuna”, decía como primera frase de su discurso de agradecimiento. Lanza comenzó a estudiar Arquitectura, pero llevaba con la música desde que era pequeño, aunque no haya pisado nunca un conservatorio. Así que un día conoció a Julián Bautista, un compositor español al que la dictadura lo había obligado a marcharse al exilio, y lo hizo su maestro –lo recuerda como “un hombre generoso, una persona formidable”-. De allí fue elegido por Ginastera como uno de los 12 que integrarían la Escuela de Compositores Latinoamericanos, y recibió lecciones de Messiaen y Copland. Fue allí donde le dijo al estadounidense que quería estudiar en Nueva York, donde estaban Cage y Varèse. Pero que llevaba dos años intentándolo y había sido rechazado. “Este año, cuando eches la beca Guggenheim, pon en las referencias el nombre de Aaron Copland. “Ya les había dicho que soy un hombre de fortuna”, volvió a insistir.

Y lo logró. Pero algo sí que quedó del Lanza que quería ser arquitecto. Aquellos años de dibujo técnico, primero en la escuela y luego en la universidad, cambiaron su concepción del mundo y de la música para siempre. “Encontré mi lenguaje en Nueva York. Tenía unas intenciones muy fuertes de ser diferente, de renunciar a lo que se había hecho en el pasado. Encontré mi centro de gravedad en los graves, por debajo de la octava central del piano. Mis obras ya no tenían ni oboes, ni clarinetes ni flautas”, cuenta el compositor. Y comenzó a trazar sus obras como si fueran los planos de un rascacielos: con tinta sobre un papel transparente. No hace bocetos. Ni modifica lo escrito. “Todo está en mi cabeza, ese es mi gran borrador donde hago los cambios y doy forma a la obra, y una vez que está terminada, entonces la paso al papel”, cuenta Lanza.

El argentino, que reside en Canadá donde es profesor desde 1971 gracias a un encuentro en España años antes con el compositor Tomás Marco, usa una técnica de “escritura temporal”. Sus obras se dividen en minutos y segundos: no cree en los compases ni en las figuras. En algunas de sus obras, dice: “Cada ejecutante no tiene que tocar todo lo que ve, porque todos tienen delante la misma partitura. El músico tiene que elegir accidentalmente lo que va a tocar”. Su carrera es larga, y su cabeza es un laboratorio de experimentación musical de un hombre complejo que, al recibir el premio, apenas dio las gracias a los que le han ayudado y poco más. Según el jurado, hay mucho más para recibir el premio, como “una trayectoria caracterizada por la búsqueda de nuevas sonoridades, la experimentación con los lenguajes, el trabajo con la voz humana y los recursos tecnológicos, por su compromiso con la docencia y con la divulgación internacional de la música producida en el ámbito iberoamericano”. Aunque sin duda, la escucha de su obra, es la mejor muestra de su talento.

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