Hierro, sangre y sexo
El secreto de 'Juego de tronos' estriba en convertir lo remoto en cercano
Sentado el otro día en el Trono de Hierro, el incómodo asiento de Aegon el Conquistador, forjado con las espadas de sus enemigos caídos, mil de ellas, calentadas al rojo blanco en las forjas de Balerion, el Terror Negro, volví a experimentar todo el poder de la serie creada por George R. R. Martin, el simpático Falstaff de la fantasía reconvertido en Midas del género. No era el trono verdadero, por suerte, porque ello me hubiera puesto en peligro —el trono mismo según se cuenta era capaz de matar a un hombre— y sin duda llevado pronto a engrosar la inacabable lista de muertos de la historia, sino el que habían instalado para hacerte un selfie junto a Jon Nieve en el Salón del Cómic de Barcelona. De la fuerza de Juego de tronos da prueba el que todo un hombre maduro como yo —y me quedo corto— se emocionara sin pudor instalado en aquel decorado. A punto estuve de preguntarle al joven Nieve -tan falso como el trono pero muy bien caracterizado- si me aceptarían en la Guardia de la Noche para defender el Muro y si convalidaban mis años de periodista. Probablemente no.
Leí en su momento con pasión los primeros libros de Canción de hielo y de fuego y he sido un seguidor inconstante de la serie televisiva. Recuerdo como un relámpago de acero la primera entrega, rematada con la ejecución de Eddar Stark (momento comparable por lo traumático a la muerte de Tom Jordache-Nick Nolte en Hombre rico, hombre pobre), y cierto progresivo cansancio a medida que la serie, en papel y en imagen, se iba dilatando mucho más allá de los planes originales de Martin, un autor con muchísimas más cosas interesantes, y no me cansaré nunca de recomendar Muerte de la luz —una de las historias de amor más hermosas que se han escrito jamás— y Sueño del Fevre (lo mismo pero en amistad).
Juego de tronos es por supuesto un destilado, muy a menudo genial, de numerosos ingredientes. Se ha señalado mil veces la clara influencia de la Guerra de las Rosas inglesa, con sus dos dinastías envueltas en una lucha despiadada por el trono: hacedores de reyes que cambian de bando, reinas infieles y crueles, niños asesinados, monarcas débiles, y un príncipe deforme como uno de los grandes personajes de la trama (aunque curiosamente mientras asistíamos al encumbramiento del menudo Tyrion Lannister el hallazgo de los restos de su inspirador, Ricardo III, ha revelado que al parecer era bastante normal). En cambio, se suele pasar por alto, seguramente por su adscripción a la ciencia-ficción, la influencia de Dune, de Frank Herbert, con sus casas nobles enfrentadas en un juego de poder por la primacía del imperio, que me parece importantísima (hay un texto que recita Arya Stark para conjurar su miedo que es casi igual que el que repite Paul Atreides: “El miedo hiere más que las espadas”).
Uno puede reírse de la engolada épica bárbara del Conan de Howard (y Milius) pero, ¡diablos!, a ver quién se toma a broma las intrigas de los Lannister
Por supuesto toda la fantasía heroica —Leiber, Moorcock, Donaldson—, está en Juego de tronos, y con ella la amalgama de novelas de caballería, literaturas germánicas y escandinavas, relatos artúricos, poesía romántica y cuentos de terror que han impregnado el género desde sus inicios. Las espadas famosas (¡quién no querría una!), los guerreros, los dragones, las tierras fabulosas, los brujos, son elementos que la serie comparte con un sinfín de creaciones. ¿Qué la hace pues tan conspicua? El secreto está en haber convertido todo un material remoto en algo increíblemente cercano. Uno puede reírse de la engolada épica bárbara del Conan de Howard (y Milius) pero, ¡diablos!, a ver quién se toma a broma las intrigas de los Lannister. Hielo es una espada que corta de verdad y no como la fantasmagórica come almas Stormbringer de Elric de Melniboné. Juego de tronos chorrea sangre real -en eso se ha beneficiado de la moda de las novelas (Cornwell, Scarrow) y películas bélicas realistas- y también rezuma, con perdón, sexo. Ciertamente la serie ahí ha apretado. Cada uno recordará su imagen erótica, de las muchas, muchísimas. Acaso las del gañán Drogo con su khaleesi o algún incesto en detalle. A mí me sube un calorcillo —y mira que hace temporadas— cada vez que recuerdo al malogrado Viserys Targaryen metido en una bañera con una jovencita esclava hablando de política hasta que él la hace pasar a mayores, y no me refiero al jabón. Antes, en el género fantástico el sexo nunca había sido enteramente satisfactorio (y valga la frase). Las princesas y guerreras quedaban un poco de calendario. Vamos yo no me metería en una bañera con Red Sonja ni bien armado (¡). Por no hablar del pureta padre Tolkien, cuya mejor imagen de la libido es la Torre Oscura de Barad-dûr.
Martin posee también —sin perder el sentido de la maravilla y de la épica— una buena mano para describir sentimientos y emociones, que nunca fue el fuerte en la Sword & Sorcery. He ahí una delicadeza que nunca encontraremos en Cimmeria.
Babelia
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