Al Pacino es grande, aunque a veces se le olvide
Es preciso hacer notables esfuerzos para recordar las ultimas veces que las interpretaciones de Al Pacino estuvieron a la altura de su incuestionable arte, de su capacidad hipnótica, de la confirmación de que parte del gran cine norteamericano de los setenta y de los ochenta no hubiera sido lo mismo sin él y sin Robert de Niro, otro que va cuesta abajo haciendo muecas desde hace demasiado tiempo. Y pienso que la despedida del cine de Pacino hubiera sido grandiosa después de haber creado al policía de Heat y al productor de televisión de El dilema,ese impagable regalo que nos hizo a sus admiradores bajo la batuta del mejor Michael Mann.
Cuentan que en su gran pasión, el teatro, ha realizado creaciones memorables, pero eso solo lo pueden certificar sus testigos. En la pantalla, utilizando el formato del documental, ha dirigido cosas interesantes homenajeando a sus amados Shakespeare y Wilde, pero la distribución de esos experimentos ha sido restringida.
El Pacino que más me deslumbra es el más contenido, profundo, sutil, nada histriónico, el que expresa lo máximo con lo mínimo, con escasas huellas del fatigoso Método. O sea, un tal Michael Corleone en la saga de El Padrino. Que los anfetamínicos enamorados de las intensidad hayan convertido en su ídolo al muy pasado Tony Montana de El precio del poder es problema suyo. Yo prefiero la tormenta interior, la implacabilidad, y la tragedia de aquel tipo que intentó luchar contra su destino, que no quería ser el Padrino.
Él es el principal imán de esta película tan rara como interesante
Resulta transparente que Pacino no protagoniza La sombra del actor por razones mercantiles, que es un proyecto en el que cree a ciegas, en que se implica a fondo. Me paso en lo de a ciegas. Lo hace con los ojos muy abiertos. Escogiendo una novela del brillante Philip Roth titulada La humillación que utiliza parcialmente, encargándole el tragicómico guion al inquietante Buck Henry, dejándose dirigir por Barry Levinson, alguien que siempre ha pretendido la autoría, con resultados irregulares, en medio de películas de gran presupuesto. Esta al parecer la rodaron en 20 días y la mayoría de las secuencias están rodadas en la casa del propio Levinson.
El resultado final es más que aceptable. Y, sobre todo, supone un lujo para todos los admiradores de este actor legendario constatar que su maestría sigue intacta cuando cree en lo que está haciendo, con un personaje que posee cuerpo y alma.
Como en el precioso y melancólico titulo de la novela de Mishima, se trata de un marinero que perdió la gracia del mar. Bueno, aquí es un actor que cree haber perdido el eterno estado de gracia con el que fue bendecido por el teatro. Y la estupefacción deja paso a un insoportable dolor, la sensación de estar acabado. Y viejo. Y solo. Que a falta de valor o eficacia para suicidarse, la negrura más tenebrosa inundará sus desechables presente y futuro. Que lo que otorgaba cierto sentido a su existencia, su impresionante facultad para expresar sentimientos, crear personajes y emocionar a los receptores de su magia ha desaparecido para siempre.
Pero en el ocaso aparecerá un asidero para el deprimido con causa. Será un amor problemático con una mujer desasosegante, juguetona y lesbiana que podría ser su hija, incluso su nieta. Algo repetido en la obra de Roth. Le dará sexo, juventud, compañía, complicidad en la risa, a lo mejor hasta amor. Y el que ya no tiene casi nada que perder se interna en terreno tan arriesgado como milagroso. Sabiendo que debe ingeniárselas para pagar las facturas. También que podría recobrar la magia en el escenario.
Lo que cuenta Levinson es dramático y patético, pero no renuncia al tono de comedia, el sentido del humor, la autoparodia, las situaciones esperpénticas. Y no puedes desviar la mirada del rostro de Pacino ni desinteresarte de lo que suelta esa voz entre sedosa y quebrada. Él es el principal imán de esta película tan rara como interesante.
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