Muere el maestro del blanco y negro Sanz Lobato
El fotógrafo sevillano, Premio Nacional en 2011, fallece en Madrid a los 82 años
Rafael Sanz Lobato (Sevilla, 1932) era un hombre rudo, de puño cerrado y risa fuerte. De arenga rápida. Radical y concreto. Fue profesional de la fotografía, pero con raíces en el mundo amateur. Sus inicios discurrieron en la órbita de la Real Sociedad Fotográfica de Madrid. Allí conoció a los maestros que le influyeron en la mirada. Y también a aquellos otros de los que se quiso diferenciar dando un sesgo más real, más objetivo a sus fotografías.
Sanz Lobato quiso ser un profeta de la fotografía, de la realidad misma. Creyó en los colectivos fotográficos como barricadas enfrentadas a esa Real Sociedad. Esa rivalidad de juventud, que le acompañó hasta ayer mismo, le empujo a fundar el grupo La Colmena, cuyo nombre nos da la pista de cómo entendían la fotografía aquellos disidentes del salonismo oficial, aunque el proceso de creación de aquellos jóvenes fuera similar al de sus compañeros de más edad: las excursiones por los pueblos, las fiestas tradicionales, las semanas santas...
Una España sacrificada y en blanco y negro de la que nos ha dejado imágenes memorables que quedan fundidas con el imaginario solanesco de Ortiz Echagüe y también de Cristina Garcia Rodero, de aquellas procesiones de Aliste. Todo el arrebato temperamental de sus conversaciones quedaba congelado en su manera de entender los encuadres, perfectos, medidos, exactos.
Tras la cámara
- Nacido en 1932 en Sevilla, Sanz Lobato pertenecía a una familia de ferroviarios y se inició de forma autodidacta en la posguerra ofreciendo una excepcional producción documental.
- Fue un pionero del fotoperiodismo y del documentalismo antropológico. La fotógrafa Cristina García Rodero lo considera uno de sus maestros.
- Ganó el Premio Nacional de Fotografía en 2011 por "su forma de contar la transformación del mundo rural tradicional y su influencia en el fotoperiodismo contemporáneo", según el jurado.
- Hizo fotografía comercial y creativa, retratando la Semana Santa en Bercianos de Aliste, las viejas de las Hurdes, los toreros y los maletillas o bodegones inspirados en Morandi.
Pero, sobre todo, en su manera preciosista de entender la copia fotográfica, de la que fue un maestro. Sus grises acerados se separaron con total personalidad de los contrastes vastos de los sesenta. Una pátina gris metálica cubría sus imágenes de manera inquietante, como un baño de azogue, aun así transparente, a través del cual se apreciaban los objetos de humildes bodegones hechos de piezas mecánicas, de vasijas, de trapos sucios, como morandis corregidos de miopía.
Esta obsesión por la definición, también en los retratos de su última época, denotaba la oscuridad que se estaba apoderando de su entorno. Rafael se estaba quedando ciego. Pero no le preocupaba excesivamente, o eso me pareció a mí. Sí que le angustiaba que la falta de memoria, la oscuridad del tiempo, pudiera llegar a tapar la verdad de la historia.
Profundamente republicano, siempre que podía hacia alguna alusión al destino de nuestro país. Sin embargo, su fotografía tranquila, posada, podría pasar como una obra propia del antiguo régimen.
En 2004, recibió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes y siete años más tarde fue galardonado con el Premio Nacional de Fotografía.
En el veredicto del jurado, se destacaba que la obra de Sanz Lobato “constituye un puente entre la nueva vanguardia neorrealista de la posguerra y los métodos de observación fotográfica posteriores al 68”.
Todos sus arrebatos temperamentales se congelaban en encuadres perfectos
“Su trabajo adopta un método de observación antropológica que tendrá múltiples consecuencias”, justificó entonces el jurado su galardón. “Asimismo, su enfoque documental actualiza el lenguaje fotográfico e influye en el fotoperiodismo contemporáneo”, concluyó.
En declaraciones a EL PAÍS a propósito de este premio que contribuyó a dar a conocer su obra a muchos jóvenes aficionados y sacarlo del ostracismo, Sanz Lobato afirmó: “No me lo esperaba. Me lo han dado tarde, a destiempo. Todo el mundo me decía ‘qué bien, menudo premio’. La verdad es que no. Mi premio fueron los 15 o 16 años durante los que estuve haciendo fotografías por los pueblos. Ese momento en el que descubres una situación o una persona que es justo lo que estabas buscando, es un momento impagable. No hay nada igual. El premio me ha dado un dinero que me ha venido muy bien. Pero si no me lo hubieran dado, pues no habría pasado nada de nada. Yo no busco reconocimiento. No soy nada ambicioso. Cristina [García Rodero] me aconseja que me deje querer, que exponga, que no sea tan salvaje”.
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