Jardiel sigue vivo
'¡Haz reír, haz reír!', de Víctor Olmos, es la biografía más completa sobre el dramaturgo
Jardiel Poncela es para mí como de la familia: Jardiel, a secas. Mi padre frecuentaba su tertulia de los años treinta en el café Castilla de la calle Infantas y se cartearon en la posguerra: aquellas hojas orladas con los dibujos de sus obras, a cuatro tintas (roja, azul, verde y negra), a caballo entre el exlibris y la colección de cromos, fueron uno de los objetos sagrados, casi intocables, de mi infancia. He devorado toda su obra y sus biografías fundamentales: la de Rafael Flórez, la de Miguel Martín, la de Evangelina Jardiel, su hija; las dos, más recientes, de su nieto, Enrique Gallud Jardiel. Todas son trabajos de mérito, pero la recientísima de Víctor Olmos, titulada ¡Haz reír, haz reír!, como la canción de Donald O’Connor, y publicada con su esmero habitual por la editorial sevillana Renacimiento, me parece la más completa y documentada de todas.
Pensé que en las 600 páginas de esta biografía no iba a encontrar nada que no conociera: me equivocaba. Periodista histórico de la agencia Efe, Olmos ha recogido lo esencial de las semblanzas anteriores y lo dicho y escrito por Jardiel y lo ha trenzado con un rastreo minucioso en hemerotecas y archivos, que le permite aportar textos periodísticos (españoles y argentinos), críticas inéditas de sus novelas y comedias, fragmentos de informes de censura, correspondencia (procedente del legado de Rafael Flórez) y conversaciones con amigos y estudiosos de su obra. No conocía yo, por ejemplo, los pormenores del rodaje de Angelina (1934), la primera película en verso filmada en Hollywood, para la que Jardiel reescribe casi por completo su comedia original y que, según Santiago Ontañón, “le da más dinero que el de todos sus libros juntos”. Tampoco sabía que Cuatro corazones con freno y marcha atrás (1936) se estrenó con los nombres de Jardiel y Martínez Sierra en los carteles, y que su amigo cobró derechos toda su vida pese a no haber escrito ni una línea, como generoso agradecimiento por las gestiones, a la postre infructuosas, para que Jardiel estrenara la función en Broadway. El repaso a las críticas exhumadas permite comprobar los niveles de ferocidad que soportó, y no digamos los informes de censura, donde llegan a prohibirle la acotación en la que describe una habitación “que atrae por igual a mujeres formales y a hombres informales”.
Pero quizás lo más sugestivo de ¡Haz reír, haz reír! es la velocidad de tren expreso (o de Ford V8) que Víctor Olmos imprime al texto. La vida de Jardiel desfila como una película que, en su primera parte, tiene el tono de una comedia sofisticada (casinos, amantes, luces y brillos), en blanco y negro art déco, y en la segunda frena poco a poco por acumulación de palos en las ruedas, por el peso de una llovizna constante, pertinaz y fatal, que le va calando el alma hasta partírsela (y a nosotros). En ambas partes se perciben las chispas de ingenio que brotan de darle incesantemente al yunque, de la convicción de que “el artista, como las cometas, solo toma altura con el viento en contra; el autor que no es artista se dirige al público existente; el autor que es realmente artista ha de hacerse con un público que no existe aún”, lema que guió su vida y le condujo a la tumba pero no al olvido: biografías como esta vienen a demostrar que Jardiel sigue vivo.
Babelia
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