El rechazo del pluralismo
Empecemos por decir que todas las religiones son compatibles con los usos democráticos: sean cuales fueren sus creencias, basta con que acaten la ley civil. Lo incompatible con la democracia es considerar la religión no como un derecho de cada cual sino como un deber de todos y en todos los campos, sea la educación, el arte, el pensamiento, la indumentaria, etc… Pero parece que hay religiones más difícilmente democratizables que otras, sea por razones históricas (los herejes y los incrédulos no han logrado relativizar su absolutismo social) o estrictamente doctrinales: su ideal de vida se opone al individualismo racionalista de la ciudadanía democrática. Este parece ser el caso del Islam y ayuda a entender por qué países muy diferentes (Marruecos, Indonesia, Arabia Saudita, Mali, etc…) que no tienen en común mas que el Islam como religión mayoritaria, guardan una relación tan problemática u hostil con el sistema democrático. Por supuesto, no estamos hablando ahora de terrorismo ni aberraciones parecidas, sino de incompatibilidades estructurales y mentales.
Para quienes somos legos en cuestión de teologías comparadas pero nos interesa el impacto social de cada una de ellas, resulta útil leer El Islam ante la democracia (ed. Pasos Perdidos) de Philippe d’Iribarne. Allí se expone el afán de certeza y unanimidad social que centra la creencia islámica, junto al rechazo como algo maléfico de la duda y el cuestionamiento polémico de los dogmas revelados y por tanto obligatoriamente compartidos. El debate vacilante y sujeto a disidencias como camino hacia la verdad no es visto como lo que dignifica la individualidad pensante de la persona sino como una amenaza disgregadora de la comunidad bien armonizada. “¿Cómo hacer compatible la fascinación por el sentimiento de certidumbre que alimenta la unanimidad de una comunidad, unida a la sombría visión de quien rompe esa unanimidad, con el lugar central que tienen la incertidumbre y el debate en un funcionamiento democrático?”.
En las sociedades mayoritariamente musulmanas existe un rechazo del pluralismo, tanto en ideas como en costumbres: es un valor menospreciado, práctica, teórica y psicológicamente. Y ese rechazo se ha agravado actualmente, cuando la influencia de radicales educados en Occidente ha denunciado como casi apostasía el eclectismo mas acomodaticio de las comunidades tradicionales. Como bien dice D’Iribarne, “si creemos que todo movimiento de modernización conlleva necesariamente aceptar el pluralismo y valorar el debate, no podemos dejar de asombrarnos por la evolución del mundo musulmán”. Por ello, las formas de democracia que son tibiamente mejor aceptadas en tales países son las populistas que militan por la liberación de las masas, es decir las que consideran que el pueblo es un todo orgánico, y no las que ponen el acento en los derechos del individuo junto a los no siempre fácilmente armonizables conflictos de intereses antagónicos.
Un serio obstáculo ideológico, desde luego, para la plena aceptación de la entraña incierta y polémica de la democracia. Pero ¿nos resulta tan ajeno hoy a quienes no somos musulmanes? ¿Acaso no vemos también en las democracias europeas inflarse con otras justificaciones el afán de uniformidad del pueblo frente a sus enemigos depredadores, el odio a las discrepancias que rompen la hermandad sagrada, el rechazo a quienes desconocen o conculcan los rasgos de identidad prefabricados para “ser de los nuestros”, los creyentes elegidos?
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