Estampa de la juez Alaya
Ni sus vestidos, ni su cutis, ni su peinado, ni sus medias, ni sus pasos regulares permiten asimilar a un funcionario
Lo sagrado se junta con lo profano, lo bello se une a lo siniestro, la ley se intercambia con el crimen, el robo copula en la panza de los ricos y hasta los mismos sindicatos obreros saquean a sus afiliados. En medio de todo ello brota incólume la figura de la juez Alaya.
Es posible que se la olvide en el marasmo histórico, pero hoy se erige en la espada bruñida y acendrada. La figura de esta mujer que no parece pertenecer a una institución herrumbrosa ni a los suelos pringosos de sus juzgados, se alza como una genuina creación de Givenchy. No se trata, pues, de una cuestión judicial o de la política. Si la juez Alaya se halla ahora entre las páginas de cultura obedece a que su estética calca cuadros renacentistas y desfiles de la fashion week. Como modelo exclusivo, la juez Ayala no habla, no denota un mínimo pliegue, no concede mirada alguna alrededor. Va hacia la sede del juzgado como un esquife recién baldeado. Una circunstancia que ella acentúa todavía más alzando una mano fina para apartarse el peinado de la frente.
Pero, ¿qué siente este modelo femenino de la impavidez? Sus enérgicas actuaciones no parecen el fruto de una intrincada reflexión ni de consideraciones brumosas. En ella parece todo liso, blanco, inmediato, natural. En su conjunto evoca una obra de Botticelli y su silencio como color. De esa exquisita naturaleza pictórica es Mercedes Alaya. Un rostro que captan las fotos de los periodistas pero que, enseguida, traslucen la mercancía del bien y el mal.
¿El Bien o el Mal? De qué naturaleza es esta insólita juez. Su apariencia, adornada siempre con ropas diferentes, arrastra la burda carga de los pecados en un modesto maletín de ruedas. Y ello viene a presentarla como un ángel de carácter que si de una parte aborda el corazón del Mal, de otra convierte el esfuerzo de su muñeca en un gesto de Bondad.
Ni sus vestidos, ni su cutis, ni su peinado, ni sus medias, ni sus pasos regulares permiten asimilarla a un funcionario. Incluso no parece que vaya a cobrar un sueldo “bruto” puesto que cada una de sus apariciones, en un mágico travelling de cincuenta metros, la muestra como una criatura sin estipendio material.
¿Cruel? ¿Dura? ¿Eminente? ¿Independiente? La estética simbólica de la juez Alaya llegará al catálogo de las estampas retrospectivas. Ella constituye un personaje tan ajeno a su entorno mucilaginoso que acaso forma parte de la escalofriante justicia celestial. Ni mercedes, ni crueldades. Mercedes Alaya corta el cuerpo de ERES y SERES mediante una afilada navaja teologal.
En Sevilla o en Málaga van cayendo imputados por efecto de su investigación. Pero, ¿cómo consigue este logro Mercedes Alaya? ¿Cómo logra mostrar un fondo de armario tan surtido de faldas, blusas y trajes sastre para comparecer como una diva?
Ataviada sin repetición, impertérrita en su función, Alaya marca un antes y un después en la imagen de la judicatura. En el escenario de lo judicial se encuentra la bardoma, el compadreo, los legajos apilados en los retretes, mientras que con Alaya llega el imperio L’Oréal. Y es, en este orden cosmético, donde se enmarca su estilo: su extrema verticalidad dorsal, su cutis de seda, su porte celado (o seductor) que anula la martingala del prevaricador.
En suma, no todo será ya excrementicio en esta crisis de ladrones y logreros sin afeitar. La belleza estatuaria de la juez Alaya es razón para contemplar su estampa como una feliz aparición mediática, indemne y altiva entre lo peor de lo peor.
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