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'in memoriam'
Columna
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En defensa de Calveyra

La alegría era su modo de ver, un sustantivo que él había hecho adjetivo

Juan Cruz

Había en Arnaldo Calveyra, en su presencia, en sus ojos azules, en su esqueleto, un ser humano que rasgaba las cortinas de la vida para buscar más allá la alegría.

Hay personas así, y a veces son poetas; no son fatuos, ni pedantes, no buscan ni el reconocimiento ni el halago, encuentran la indiferencia y la esquivan, y siguen escribiendo, sonriendo de lado, como Jorge Luis Borges o como Juan Carlos Onetti.

A esas personas que son poetas los encuentras a veces, muy pocas veces, en esquinas improbables del mundo, adonde han llegado con una mochilla llena de adjetivos a los que han pulimentado como si fueran piedras casuales de un barranco propio. Conocieron, como Calveyra, como aquel personaje femenino de Hemingway, la angustia y el dolor, pero nunca estuvieron tristes una mañana.

Calveyra te agarraba la mano como si tus huesos fueran ese día su descubrimiento, y te miraba a tus propios ojos como si entrara en ellos su mirada; entonces te decía, quedo, como si hablara de una utopía que él estaba presenciando dentro de sí:

--Qué alegría.

La alegría era su modo de ver, un sustantivo que él había hecho adjetivo, pulimentándola con la esperanza de encontrarla. “Quiero vivir allí donde vivas, irme ahora mismo, lanzarme al vacío, seguir contigo, como un avión que tuviera tus alas”.

Era capaz de desandar radicalmente la solemnidad de los poetas y quedarse desnudo, como el hijo de un río, verde y orilla a la vez, un hombre solo que reía mirando. Esa forma de mostrar la alegría era la afirmación de Calveyra como ciudadano que además era poeta; su país, que estaba preso, le daba tristeza y pavor, era su lugar de regreso y era también la rotura de su esperanza y de su alma.

No era zen, ni lo pretendía, no te obligaba a seguirle como si él fuera un espíritu puro, eso no le interesaba, así que hablaba de las cosas de la tierra, y del adjetivo, lanzándose al suelo y al barro. Lo conocí en Tenerife, con José-Miguel Ullán, o por José-Miguel Ullán, y luego lo vi en la editorial argentina Adriana Hidalgo, donde publicó en abril último sus poemas completos; esos ojos azules y aquel sol argentino bajo el que caminaba por los adoquines, su bastón, su ropa, su indecisión y su abrazo son como las piedras sobre los que se edifica este recuerdo; era un hombre, claro, un padre, un abuelo, un cuerpo y un espíritu, y había algo en esa persona que a veces sólo lo tienen los poetas.

Esa indefensión que era al tiempo una fortaleza la he visto en otros, unos pocos; los que se olvidan de ellos, los que los reducen a la categoría que sólo se almacenan en catálogos, no saben que hay poetas que trascienden las estanterías y hacen vivir sus versos tristes o sus versos alegres en el almacén infinito de nuestro afecto; gracias a los poetas nos hacemos, ellos interpretan nuestra indefensión y nuestra tristeza; si no hubiera gente como Calveyra no sabríamos qué es la tristeza y por tanto desconoceríamos qué es la alegría.

Esta mañana le pregunté a mi nieto Oliver qué es la alegría, pensando en Calveyra, cuya poesía entera tenía en mis manos. Oliver me dijo: “Alegría es conocer gente”. Alegría fue conocer, y leer, a Calveyra; y escribo en su defensa y contra su muerte.

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