De la playa sangrienta al cubil nazi
Rick Atkinson culmina su trilogía sobre el Ejército de EE UU y la Segunda Guerra Mundial con 'Los cañones del atardecer', que abarca desde el Día D hasta la derrota de Alemania
"La batalla había puesto de manifiesto una vez más que la guerra nunca es lineal, sino más bien una empresa caótica y aleatoria de reveses y avances, torpeza e ímpetu, desesperación y euforia”, escribe Rick Atkinson de las Ardenas, el último gambito de Hitler en el Oeste y el mayor enfrentamiento de los soldados de Estados Unidos (allí sufrieron una de cada diez bajas propias en toda la guerra). “Valor, cobardía y coraje se habían desplegado por igual en aquel espectáculo de un mundo en combate”. Ese es el estilo del historiador militar estadounidense, considerado uno de los mejores de su especialidad, alabado por colegas como Antony Beevor y Max Hastings —¡y James Salter!— y comparado por el hálito de su prosa, ahí es nada, con los grandes clásicos de la antigüedad como Tucídides o Jenofonte (ambos soldados, por cierto).
Atkinson (Múnich, 1952), en cuyos soberanos pasajes resuenan a la vez las ametralladoras y la literatura, es autor de la monumental Trilogía de la Liberación, sobre el Ejército estadounidense en el teatro africano y europeo en la II Guerra Mundial, una empresa que le ha ocupado diez años y cuya tercera y última parte, Los cañones del atardecer, que abarca desde el desembarco de Normandía hasta la firma de la paz en Europa, acaba de publicar en castellano Crítica. La primera parte, Un ejército al amanecer (2004) —que ganó el Pulitzer de Historia—, narra el desembarco aliado en el norte de África y la lucha subsiguiente hasta la rendición del Afrika Korps alemán, y la segunda, El día de la batalla (2008), la guerra en Italia. En total —incluyendo notas y bibliografía— suman la friolera de tres mil páginas que llevan al lector desde las malas tierras infestadas de cactus del paso de Kasserine, donde los estadounidenses sufrieron su peor derrota (“nunca pensé que pudiera haber tantas balas en el aire al mismo tiempo”, escribió uno de los novatos soldados de Estados Unidos), hasta la rendición alemana, punteada con la última detonación del corcho de una botella de champán al saltar en la mano de Eisenhower. En el camino, Anzio y Monte Cassino (“nueve meses de combate en Italia habían curtido a aquellos a los que no habían destruido”), Omaha (la “playa sangrienta”), Arnhem, Bastogne, el puente de Remagen, y el nacimiento del nuevo Ejército más poderoso del mundo, una vez sus integrantes habían sido “templados, tocados por el fuego”.
“El Ejército estadounidense no era en absoluto impresionante cuando EE UU entró en guerra en 1942”, señala Atkinson, al pedirle este diario que resuma la experiencia de esas tropas en la II Guerra Mundial. “Pasó de ser una fuerza mal financiada y menospreciada de menos de 200.000 hombres a finales de los años treinta, el 17º del mundo, por detrás de Rumania, a un gigante de 8,3 millones en 1944. Eso significa que aumentó su tamaño 44 veces. En los últimos 18 meses habían emergido suficientes líderes —de sargentos de pelotón a comandantes de cuerpo— y suficientes soldados con impulso de matar para convertir ese Ejército en algo bastante formidable”. Atkinson recalca la importancia del desastre de Kasserine, donde murieron 6.000 estadounidenses. “Kasserine enseñó a los soldados bisoños a odiar”. En buena parte, la trilogía muestra cómo Estados Unidos aprendió a luchar.
El autor ofrece datos pormenorizados sobre la mala relación continuada entre el alto mando estadounidense y el británico, que Churchill quiso zanjar con una frase de Terencio, Amantium irae amoris integratio est, “las peleas de los amantes forman parte del amor”. Tampoco elude mencionar el racismo en el Ejército estadounidense o las atrocidades perpetradas por sus soldados: que después de la matanza de Malmedy decidieron no dar cuartel a los alemanes empezando por los SS, acribillaron a los guardias de Dachau o en el Waal, en Nimega, arrojaron al río a los soldados enemigos heridos y ejecutaron a los prisioneros. “Un recordatorio”, escribe con su inconfundible estilo, “de que el honor y el deshonor a menudo viajan juntos en el campo de batalla y que incluso un liberador podía regresar a casa con mancha si no mancillado”. El historiador reconoce que la guerra se ganó no solo porque los soldados y los mandos de Estados Unidos aprendieron su oficio y de sus errores, sino por la apabullante ventaja de material bélico (¡4,5 toneladas por soldado desplegado! ¡40.000 millones de balas!) y el sacrificio de 26 millones de soviéticos en el frente del Este. Entre las cifras sorprendentes, los 15 millones de litros de gasolina que consumía a diario el Ejército y el millón de cigarrillos que se fumaba (o intercambiaba por sexo —tres paquetes de Chesterfield por un servicio en París).
A la pregunta de qué vicios —más allá de los que intercambiaba por cigarrillos— y virtudes heredó el Ejército de EE UU de la II Guerra Mundial, el historiador responde: “El Ejército que surgió de la guerra reconocía la vital importancia de la movilidad, logística, poder de fuego y disciplina; tenía un competente cuerpo de suboficiales y un cuadro de oficiales capaces y profesionales. Era un Ejército justificablemente orgulloso, pero el orgullo precede a la caída. El Ejército que enviamos a Vietnam —todavía una fuerza de conscriptos— retenía muchas de esas virtudes, pero se volvió excesivamente dependiente de la potencia de fuego, y en los últimos años de esa guerra mostró distintos síntomas de indisciplina”. Atkinson señala que el Ejército actual es heredero directo del de 1942-1943, pero el antiguo era doce veces más grande y también era mayor el espectro de la sociedad que representaban sus soldados.
“Ninguna experiencia ataca los sentidos como la guerra. Capturar en palabras cómo huele, suena y sabe la guerra es difícil”
¿Qué caracterizaba al soldado de infantería estadounidense en la II Guerra Mundial? “Se consideraba a sí mismo un civil enmascarado de soldado. Hacia 1944, 11.000 jóvenes eran alistados en el Ejército y la Marina cada día, en total cuatro millones al año. El típico soldado medía 1,73 metros y pesaba 65 kilos. La desesperada necesidad de cuerpos en uniforme, especialmente fusileros, para ir a lugares como Normandía, llevó a alistar a los que se conocía como jóvenes físicamente imperfectos. Los requisitos se rebajaron para aceptar a gente que habría sido rechazada al inicio de la guerra. Por ejemplo, al principio tenían que tener al menos 12 de los 32 dientes. En 1944: ninguno”.
El fulgor literario de Atkinson y su fijación con la épica o la implacabilidad del destino no impiden que su descripción de la guerra ofrezca el lado más terrible de esta (el sargento con el pecho abierto por un proyectil antitanque mostrando el corazón aún palpitante, los prisioneros ejecutados en Authier por la 12ª División Panzer de las SS, aplastados por las orugas de los tanques y recogidos por un campesino francés ¡con una pala!). Como tampoco su interés por la grandeza de unos personajes es óbice para que muestre su cara oscura o retrate a otros en toda su villanía o miseria. “La guerra, este despiadado delator de caracteres, desenmascaró a aquellos hombres con tanta precisión como un prisma desmenuza un rayo de luz para descubrir su espectro interno”, escribe. Por sus páginas desfilan Eisenhower, Bradley, Marshall, Patton y un sinnúmero de otros más. ¿Cuál considera que fue el mejor mando del Ejército de Estados Unidos en esa guerra? “Francamente, creo que el más grande fue George C. Marshall. Su trabajo fue construir y organizar la fuerza, equiparla apropiadamente, y servir como el fulcro entre el liderazgo civil y el militar. No era particularmente brillante y ciertamente cometió errores, pero su contribución global al esfuerzo de guerra fue brillante. Era además un hombre de carácter superior: Churchill lo llamaba ‘el más grande de los romanos’. Entre los comandantes de campo, Eisenhower merece enorme reconocimiento”.
Atkinson ha sido periodista (también ganó un Pulitzer en esa categoría). Fue corresponsal de The Washington Post, cubrió la invasión de Irak y campañas en Afganistán. “Crecí en una familia militar. Mi padre se alistó en 1943, regresó de Europa en 1946 para ir a la universidad, y volvió al Ejército para una carrera como oficial de infantería. Yo nací en Múnich cuando él estaba destinado en Salzburgo. Era demasiado joven para ser reclutado en la época de Vietnam. Mi única experiencia militar es como periodista, en Irak, Bosnia, Somalia y otros lugares. Fui el corresponsal en Berlín de The Washington Post a mediados de los noventa y cubrí operaciones de la OTAN y el Ejército de Estados Unidos”.
¿Es posible presentar en un libro, con palabras, la intensidad completa de la batalla, la experiencia del soldado bajo el fuego, o es esencialmente algo irreductible? “Ninguna experiencia humana ataca los sentidos como la guerra. Y capturar en palabras cómo huele, suena, se ve, se siente y sabe la guerra es obviamente difícil. He tenido alguna pequeña degustación de ello, como reportero, pero en general he tratado de dejar a aquellos que lucharon en los campos de batalla de la II Guerra Mundial transmitir sus sensaciones”.
La imagen que tiene mucha gente del Ejército de Estados Unidos en la II Guerra Mundial es la de las producciones de Spielberg, Salvar al soldado Ryan y Band of Brothers, especialmente. ¿Hasta qué punto es acertado ese retrato? “Los 22 minutos iniciales de Salvar al soldado Ryan son probablemente la más vívida representación de combate de alta intensidad jamás mostrada en una película. Band of Brothers captura efectivamente algunos de los dilemas morales de la guerra, al igual que los matices psicológicos de la hermandad de los combatientes. Twelfe O’clock High es otro acertado estudio de caracteres y muestra como el PTSD (desorden de estrés postraumático) no es solo un fenómeno reciente. La película recién estrenada de Brad Pitt, Fury (el nombre del tanque Sherman de los personajes),aunque muy imperfecta como drama coherente, a ratos captura muy bien el sentimiento del combate de blindados en la II Guerra Mundial”.
En la gran trilogía de Atkinson aparece recurrentemente la figura del corresponsal de guerra Ernie Pyle. “Es un maravilloso antihéroe, flacucho, un civil maduro que bebía demasiado y estaba poseído por todo lo que había visto. Aunque mucho de lo que escribió era superficial o fatuo, tuvo momentos de deslumbrante lirismo. Amado capitán, su relato de la muerte de un oficial en Italia central en diciembre de 1943, está entre los mejores textos directos que surgieron de la guerra. Pyle pudo haberse acomodado en sus laureles, pero se sintió comprometido a continuar dando testimonio, que es la esencia del gran periodismo; ese sentido del deber lo mató, en forma de bala japonesa, en el Pacífico en 1945”.
El historiador parece tener una debilidad por Patton, que no era precisamente un tipo entrañable. “Adoro escribir de Patton, y ¿cómo podría ser de otra manera? Un periodista lo describió como ‘un rugiente, belicoso cometa’ y tenemos la ventaja de sus vívidos diarios, al igual que sus extensas anotaciones de combate. Tenía tremendos defectos, era un antisemita, un racista, y el que abofeteara a dos soldados traumatizados en Sicilia en agosto de 1943 es simplemente imperdonable en el Ejército de una democracia. Como líder en batalla es casi impecable, aunque su desempeño en Túnez fue irrelevante y cometió errores en las Ardenas. Pero considerándolo todo preferirías con mucho tenerlo de tu lado que como enemigo”.
Es notable la capacidad de Atkinson para ofrecer anécdotas humanas que hacen más llevaderas las inevitables informaciones sobre estrategias y movimientos de tropas (el planeador que atraviesa un cottage normando y sale por el otro lado llevando en el morro una cama con una pareja encima, los paracaidistas que lanzan sobre Francia la cabeza disecada de un ciervo robada en un pub inglés o el que a las numerosas prostitutas de Londres que solazaban a los soldados estadounidenses —había más yanquis en Gran Bretaña que en toda Nebraska— se las conocía como Picadilly Commandos). De todas esas historias humanas que cuenta en la trilogía, ¿cuál es su favorita? “He tenido mucho tiempo una debilidad por el general Theodore Roosevelt, Jr., que aparece en los tres libros. Era el hijo de nuestro 26º presidente, un buen soldado en la I Guerra Mundial que tuvo una vida plena en el periodo de entreguerras como escritor de éxito, gobernador de Puerto Rico y de Filipinas, directivo de American Express y vicepresidente de la editorial Doubleday. Regresó al servicio activo en 1941 y fue mando de combate en África del Norte, Sicilia y Normandía, normalmente en la punta de lanza de las tropas. Entonces, un mes después de los desembarcos en Francia, cayó muerto de un ataque cardiaco, sin saber que estaba a punto de recibir la Medalla de Honor, la mayor recompensa al valor de Estados Unidos”.
A Atkinson le abruma que le comparen —como hago yo— con los grandes de la historia militar. Y con Tucídides, ni te digo. “Me pone en buena compañía”, bromea. “Ciertamente me han influido todos los que menciona, Hastings y Beevor son buenos amigos. El rostro de la batalla (Turner, 2004), de Keegan, es probablemente el más influyente libro sobre la guerra publicado en mi época”. De Cornelius Ryan, que nos abrió a tantos la puerta de la historia militar con sus El día más largo, La última batalla y Un puente demasiado lejano (que escribió cuando ya le habían diagnosticado el cáncer de próstata que le mataría), señala: “Tuve el placer hace unos años de revisar sus papeles —era irlandés pero donó sus archivos a la Universidad de Ohio—: sus tres libros sobre la II Guerra Mundial son maravillosos. Había planeado escribir al menos dos más, pero murió prematuramente, en 1974 a los 54 años. Estoy también en gran deuda con dos excepcionales escritores sobre la guerra civil de Estados Unidos, Shelby Foote y Bruce Catton”.
Perlas de Patton
El general George S. Patton es uno de los grandes personajes que atraviesan la Trilogía de la Liberación. Controvertido, pero a la vez fundamental para la causa aliada, Atkinson encuentra en él un verdadero tesoro de historias. Por ejemplo, la del injustificable intento de rescate de su yerno detrás de las líneas alemanas, que costó la pérdida de toda una columna blindada, y que Patton trató deshonestamente de ocultar. He aquí algunas perlas del general.
—Todo el mundo es un hijo de puta para alguien.
—[En las Ardenas] Tengamos los huevos de dejar que esos bastardos lleguen a París, allí los aislaremos y machacaremos.
—Navidad, Navidad, ¡qué noche para darles caña a los nazis!
—Monty es un auténtico coñazo, la guerra requiere correr riesgos y él no los quiere aceptar.
—Un soldado de color no puede pensar lo bastante rápido para luchar en los blindados.
—La paz será un infierno para mí.
—¿Puede haber algo más magnífico? Comparadas con la guerra, todas las demás actividades son una insignificancia. ¡Por Dios, cuánto me gusta!
—No hay nada vivo en centenares de pueblos, ni siquiera un pollo. Se lo buscaron... Casi todo es obra mía.
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