Retrato de un amigo
“La ciudad que amaba nuestro amigo sigue siendo la misma”. Lo encontrabas en cualquier lugar, cerca del placer de vivir; te llevaba, por ejemplo, a almorzar porque sí (porque sí lo hacía todo: para vivir) a un restaurante añejo, para que vieras comer (para que viéramos comer) a sus grandes amigos; una vez, con Fabiá Estapé, quiso no sólo que comiéramos y habláramos, sino que conspiráramos para que aquel venerable hombre de los números se hiciera, con nosotros, adicto a la risa de la literatura. Al final lo llevamos a la residencia en el que vivió por último el veterano economista, y como él, Joan, no quería que su amigo se quedara solo le dejo en compañía una botella del mejor whisky.
Ahora se producirá esta otra sensación. “La tristeza que nos inspira la ciudad cada vez que volvemos a ella está en sentirnos como en nuestra casa y sentir, al mismo tiempo, que nosotros ya no tenemos motivos para estar en nuestra casa…”. Eso mismo sentiremos; esta misma mañana, cuando Jacinto Antón me corroboró la noticia, murió este buen periodista, era un hombre que quería hacerte feliz con todos los detalles, ya tuve esa sensación en Barcelona, la ciudad que amaba; luego leí a Joan Ollé, y noté cuánto pesa la ausencia de los amigos muertos que han llenado las vidas de los otros; eso no se observa sólo en el semblante propio, en los ojos ajenos, se ve también en esa ciudad que amaba, de modo que esta niebla cansada de la ciudad del sábado parece la melancólica reverberación de un día cualquiera de esos días laborables que siempre tenían razón, según Gil de Biedma, ¿o fue Ángel González?, de noche fue escrito en todo caso…
“Nuestra ciudad, por lo demás, es melancólica por naturaleza…”. A veces él se iba con ella, desde ella, hacia la ciudad en la que vivo; llamaba por sorpresa, te invitaba a champaña, te hablaba de un proyecto (Barril y Barral, la editorial con Malcolm Otero Barral, el nieto de Carlos) y te lo decía como si no costara nada hacerlo, como si fuera uno más de los suspiros del puro que fumaba. A la camarera la atraía con los ojos y un golpe sencillo de dedos sobre el cristal de la copa, y ella volvía con champaña, y entonces Joan brindaba, quizá, por el brillo de los ojos. Luego te enviaba una carta manuscrita, agradeciéndote el tiempo; en la era de los ceñudos, él sonreía también por carta. En una de esas ya hizo los libros, los paseaba, paseaba a Iñaki Gabilondo y sus lecciones de periodismo, que el propio Barril (y Barral) recogieron y rehicieron con la finura elegante de la edición a la que sometieron todos sus otros libros.
Y todas esas cosas, como las emisiones de radio, como las columnas, como los perfiles, como todo lo que hizo en esta tierra, en la ciudad que amaba, en la ciudad que viajaba con él, lo hizo por amistad y para alegrar. Le dije a Jacinto (al saber por él que eso que había visto en Internet era cierto, que había muerto Joan) que este amigo era como un niño elegante, que hacía felices a los otros con todos los detalles. Con todos los detalles; en eso era como Dios, él estaba en todas partes porque detrás dejaba el perfume barril de sus detalles.
Después salía a la ciudad que amaba, como si la ciudad fuera él. Y lo es. “Ahora nos damos cuenta de que nuestra ciudad se parece se parece al amigo que hemos perdido y que tanto la amaba; es, como él era, laboriosa…, dispuesta a holgazanear y a soñar”. Como él era. “No he dicho a nadie que estuve a punto de llorar”, escribió José Hierro.
No sabemos llorar, pero llorar es menos que recordar al amigo en la ciudad que amaba. “Nuestro amigo vivía en la ciudad como un adolescente, y así vivió hasta el final. Sus días eran, como los de los adolescentes, larguísimos, y estaban llenos de tiempo”. Ahora la ciudad es más adolescente y está más sola, se acabó el brillo de esos ojos de Joan Barril. ¿Se acabó? El recuerdo los vive.
Las frases entrecomilladas proceden del texto Retrato de un amigo, escrito por Natalia Ginzburg sobre Cesare Pavese. Publicado en Las pequeñas virtudes (Acantilado).
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