Pérez-Reverte pudo haber nacido también en la batalla de Lepanto
Si hubiera sido como Cervantes hubiera tenido la misma existencia, pero no hubiera firmado tanto como ha firmado por estas ferias
Mientras él hablaba desde allá arriba, frente a mil escolares de Guadalajara, en México, el cronista no pudo reprimir un viaje hacia miles de años antes, quizá en 1989 o 1990, cuando ya Arturo Pérez-Reverte había publicado alguna de sus ahora muy numerosas y celebradas obras e iba a la Feria del Libro de Madrid para ver cómo era aquello que hacían sus colegas, firmar libros, hablar con autores, ser autor entre lectores. Él aún no se sentaba a firmar libros: iba a ver cómo era aquello. Luego ha firmado muchos; si hubiera sido como Cervantes, manco de Lepanto, hubiera tenido la misma existencia, probablemente, pero no hubiera podido firmar tanto como ha firmado por esas ferias de Dios, entre ellas esta misma, a la que viene desde muy temprano y que ahora lo acoge como si él fuera de aquí y de siempre.
Lo cierto es que Pérez-Reverte, que ahora tiene 63 años, es académico y tiene heridas (restañadas) de mil batallas periodísticas, literarias, bélicas y callejeras, iba con su mochila al hombro, se paseaba como hacía el Capitán Alatriste, mirando de lado, y luego desaparecía hacia las tabernas donde había quedado con sus amigos, que no solían ser (no solían ser: hasta que llegó a la Academia) del gremio de la literatura. Era tímido, lo es aún, así que ese desdén que se le veía en el rostro, mientras andaba entre lectores y colegas, no era tan solo que veía con cierto rubor ser de los que estaban detrás de los estantes, sino que, de veras, a él le hacen falta al menos dos vasos de vino para sentirse finalmente cómodo entre tanta compañía.
Eso pensé, esa impresión tuve mientras lo veía responder, con el aplomo que adquirió en la tele y que despliega para definir en dos trazos lo que quiere decir, la sustancia de sus libros, la idea que hay detrás de las convicciones que dicta con la seguridad de un espadachín antiguo. Pero, además, me imaginé a Arturo Pérez-Reverte como un ciudadano que pudo haber vivido, con semejante éxito, o con iguales tareas que las que ya lleva consigo, en cualquier época de la vida y de la historia. Acaso por eso hizo el Capitán Alatriste, la serie en la que la España de Quevedo se refleja como una alcantarilla que a veces está limpia, o quizá por eso ahora se ha vestido con los ropajes de Cervantes, mano faltante incluida, para situarse en Lepanto y darle la misma voz del ilustre escritor a la adaptación quijotesca de su libro más famoso. Es un riesgo que él explicó (y que narra Pablo de Llano en su crónica) como la consecuencia de un respeto (a Cervantes, a su historia, y también a sus lectores) y de una ayuda que no se puede evaluar con palabras: la que le prestó el filólogo Carlos Domínguez Cintas.
El pretexto de esta adaptación, que ahora alcanza ribetes históricos (porque desde hace 102 años la esperaba la Academia, cumpliendo órdenes de un Gobierno pretérito), era que los chicos leyeran el Quijote de corrido. Pues no es cierto que todos hayan leído el Quijote, y además es malísimo que no lo hayan leído; porque el gran libro de Cervantes, que tanto intimida, por su extensión y por sus gloriosas digresiones, ofrecen al lector de hoy, y de cualquier tiempo o lugar, armas para afrontar la vida. Esta vida de ahora, que arde en medio de un fuego de porvenir imprevisible, dijo el académico Pérez-Reverte, se afronta mejor habiendo leído el Quijote, pues da el confort y el consuelo que propician los grandes valores: el amor, la solidaridad, la amistad, el pundonor, la nobleza…
En algún momento de esa transmutación de Arturo de narrador a transmisor de Cervantes no me costó imaginar a este escritor para todas las estaciones en la batalla de Lepanto, reporteando, como dicen en México, tratando de salvar a Cervantes de las heridas de las que aquel ancestro estaba más orgulloso que de su propia obra literaria. Salvado Cervantes de ser herido, pues, hubiera escrito acaso más; y al correr de los siglos su propio compañero de batalla se hubiera empeñado en hacerlo más asequible para aquellos muchachos que, como éstos que le escuchaban anoche en la FIL de Guadalajara, alguna vez querrán ser como Reverte o como Cervantes, intérpretes de la realidad para convertirla en novelas.
La mujer y el aerosol
Si anduvo con francotiradores en los Balcanes o con guerrilleros en Centroamérica, ¿qué problema iba a tener para enrolarse en pandillas de grafiteros adolescentes? Arturo Pérez-Reverte presentó este jueves en la feria de Guadalajara sus libros 'El tango de la Guardia Vieja' y 'El francotirador paciente', 2012 y 2013, ambos de Alfaguara.
Para el segundo de los dos libros el escritor sacó su experiencia de viejo reportero y se metió en el mundo del aerosol. "Me adoptaron chavales de 15 años, con paternalismo. Tenías que verme vestido de negro y con la acta tiznada de noche por estaciones de metro con 60 años escapando con adolescentes". En algún momento pensó que podría ser noticia al día siguiente: Arturo Pérez-Reverte, miembro de la Real Academia Española, es arrestado con ropas negras y con un 'spray' en el bolsillo.
El novelista definió la obra como "una historia de guerrilla urbana" de unos muchachos que lanzan una batalla urbana por que reconozca su nombre. Mencionó a uno de nombre de guerra 'Lose' que ha puesto su nombre en 630 vagones de metro de Madrid y en 1.500 de toda Europa. Pérez-Reverte lo dibujó como un tipo poco agraciado pero tan admirado en su submundo que hasta los policías le pedían autógrafos al detenerlo. Una vez, el escritor lo invitó a cenar en un restaurante caro de Madrid. Al salir del establecimiento, a unas cuatro cuadras de la sede de la RAE, el guerrillero del aerosol sacó su arma y pintó en la fachada: "Reverte y Lose".
De 'El tango de la Guardia Vieja' dijo que trata de "la exploración de una mujer inteligente por un hombre lúcido". Es la relación de Max y Mecha durante 40 años del siglo XX. Pérez-Reverte hizo una apología de la inteligencia de la mujer en su charla ante el público mexicano. "Es
un ser superior singular en cuanto a corajes y reacciones". Explicó que para él la inteligencia femenina es un poder demoledor. Que a lo largo de su vida no ha dejado de ver a hombres "demolidos" por los silencios o la mirada callada de una mujer.
Babelia
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