La Pasión, contada por María
El montaje es sostenido a pulmón por Blanca Portillo, una actriz corredora de fondo
Visto de muy cerca, nadie es admirable. El primer plano que María, madre de Jesús, nos ofrece de su hijo durante este soliloquio vertiginoso, interpretado a cuchillo, está más cerca del hijo de Dios con veleidades humanas que pintan los evangelios apócrifos que de la visión apologética que de él dan los tres evangelistas sinópticos. Acogida por la familia de un discípulo de Cristo (la de Juan tal vez), María pasa revista a la Pasión de su retoño y se reprocha no haber tenido el valor de auxiliarle, por instinto de conservación.
Nieto de un militante del IRA que participó en 1916 en la rebelión independentista de Enniscorthy, sobrino de uno de los fundadores del Fianna Fáil (el partido que más veces ha gobernado en Irlanda), Colm Tóibín traza un perfil de Jesucristo y de sus seguidores que también podría servir como retrato robot de cualquier grupo llamado a tomar desde abajo el poder político, religioso o económico. “Mi hijo atraía a los inadaptados: en todos sus discípulos había alguna carencia, y se dirigía a ellos como a un público, con una voz artificiosa que yo no podía soportar”, rememora María, cerca ya de la edad provecta, antes de evocar sin épica episodios como la resurrección de Lázaro y las bodas de Canaán.
EL TESTAMENTO DE MARÍA
Autor: Colm Tóibín. Traducción: Enrique Juncosa. Intérprete: Blanca Portillo. Vestuario: Mercè Paloma. Iluminación: Josep Maria Civit. Escenografía: Frederic Amat. Adaptación y dirección: Agustí Villaronga. Madrid. Teatro Valle-Inclán, sala Francisco Nieva. Hasta el 21 de diciembre.
Para prender nuestro interés, Tóibín establece desde el principio cierto paralelismo entre las convulsiones de aquella época y las la de la nuestra, pero el centro del espectáculo, proteicamente interpretado por Blanca Portillo, es el relato doloroso de María al ver coronado de espinas, torturado y ensangrentado al niño que diera a luz 33 años atrás, del cual esperaba que cuidaría de ella en sus días postreros y en cuya defensa querría salir, como salen las madres de cualquier especie cuando ven a sus crías en peligro, pero del que acaba alejándose sin mirar atrás.
La traducción, de Enrique Juncosa, en muy buen castellano, suena firme pero alada en la voz cercana, amplia y plena de registros emotivos de Portillo, actriz sincera y brava en cada pasaje. Agustí Villaronga y ella han anclado la palabra en una partitura cinética eficaz visualmente, y el director le ha dado al montaje una textura un punto arcana y enigmática. En producción tan exquisita, el golpe seco que al caer produce un rastrillo arrojado por María resulta grosero: uno desearía que cayera ingrávido, llevado desde la mano de la actriz hasta el suelo por uno de esos kuroko (figuras vestidas de negro y encapuchadas, invisibles para los personajes del drama) cuyas intervenciones hacen del teatro kabuki una cima plástica.
En resumen, El testamento de María ofrece un punto de vista humano, cálido y nada sacro sobre acontecimientos que determinaron nuestra época (ver a la Virgen arrodillándose ante Artemisa, cuya fe profesa, es una paradoja plausible), sostenido en escena a pulmón por una actriz corredora de fondo cuya felicidad al recibir los aplausos del público puesto en pie trascendió con su verdad, oh sorpresa, toda la interpretación anterior. Aparte, cabe consignar como en el Teatro Valle-Inclán, flamante segunda sede del Centro Dramático Nacional, se filtra el ruido por defecto de fábrica: en este caso, el murmullo del público que aguarda en el hall para entrar en la sala grande a ver Fausto.
Babelia
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