La cultura del fracaso
El éxito y el fracaso fue el título que tenía un libro mío en 1991. Juan Cueto y yo nos vimos por aquel tiempo y me dijo: “Es el mejor libro que he leído sobre la situación [en aquellos años locos] y el peor título posible para describir el caso”. Tenía razón. Por imperativo de mi formación cristiana quise exponer en el titular los dos mundos (el bien y el mal) pero, en realidad, lo novedoso para el marketing no era la bancarrota sino la cultura del éxito. Desde los pelotazos económicos a la cocaína, desde la euforia política al libertinaje sexual, todo el ambiente aludía a una atmósfera de festorra y liberación encantadora.
Por contraste, ahora, lo imperante o, más que eso, lo ontológico es la cultura del fiasco y del fracaso. De todas partes, sea el ébola o la deflación, sea la Cataluña hosca o Mariano Rajoy, la estampa es una secuencia de adversidades que llegan a quemar una industria tradicional tan gélida como Campofrío. El desastre va desde un triste rincón ucraniano al fulgurante Estado Islámico o desde el humilde papa llamado Paco hasta la morbosa pedofilia en Granada. No hay donde asirse serenamente, sea el sueldo, la casa o la moral para aguardar un porvenir soleado o prometedor.
No se trata tan sólo de mala salud sino de corrupción, no es sólo falta de crecimiento sino la deflación y su depresión humana. La cultura del fracaso es ya una cultura del pulmón. Nada de frivolidades subsidiarias. La cultura del fracaso es tanto el fracaso de la cultura (expresa en las artes o en sus performances) como en la cultura como cultivo. La plantación “cultivada” se presenta marchita, el ímpetu desalentado y la disfunción sexual es el anuncio rey de los mass media.
Más que combatir el dolor se trata de combatir el dolo. No es cuestión de hallar consuelos circunstanciales sino de asumir la profundidad del duelo. A lo muerto sucede, efectivamente, lo redivivo, y a lo orgánico enterrado la subsiguiente fertilidad. Pero, ¿dónde están realmente sus frutos? ¿Brotes verdes, raíces vigorosas? El color de la época es como una niebla y en su faz no se observa otra cosa sino una sucesión de signos de paro y de frustración. ¿Un mesías redentor? El triunfo del fracaso han alcanzado un nivel que la población manotea como una riata de insalvables esclavos. Nada que esperar, nada que soñar, nada que hablar.
La cultura del fracaso se corresponde con la palabra enmudecida. Novelas que no dicen nada, cuadros que no ven, artes que no hallan más metáfora que el tiburón sin mar o en el mar sin su felicidad.
Lo dominante es el reino del naufragio o del fracaso. Y, lo consecuente, es hundirse o fracasar. Todo el mundo cultural que nos rodea está fundamentado en la impostura. No hay una realidad donde respirar a fondo para obtener oxígeno y sabor. ¿Podemos? No podemos. La cultura del fracaso se cumple con la misma emergencia de estas proclamas desahuciadas que aluden más a la impotencia del poder efectivo que a la esperanza de poder salir de aquí.
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