Shakespeare ‘in’ Guanajuato
El Festival Cervantino despliega diversidad: señoras de barrio en el escenario, Hamlet en tono castrati y un japonés que agarra la luz
–¿Usted de dónde es?
–De España.
–Ha de ser bonito por allá.
–Sí.
–¿Muy colonial?
–Eh… Sí, bastante.
Podría ser un diálogo cómico, pero es una conversación con un taxista en la muy colonial ciudad mexicana de Guanajuato, donde se celebra desde el 8 de octubre hasta el día 26 la edición 42 del Festival Internacional Cervantino, la cita de danza, teatro y música más potente de América Latina.
Dirigido por el escritor Jorge Volpi, este año está dedicado al 450 aniversario de William Shakespeare. Tiene una sección dedicada al concepto amplio de la frontera (geográfica, artística, ideológica…) y dos invitados de excepción, Japón y el Estado mexicano de Nuevo León.
Una aportación de Nuevo León fue la cumbia, un género original de Colombia que ha cuajado en este estado norteño. El viernes por la noche tocó el grupo Los Vallenatos de la Cumbia. Antes, después y en medio de cada canción, Los Vallenatos animaron a una plaza llena de vecinos de los barrios populares de la ciudad. “¡Vamos a cantar Tierra Mala para todas esas parejas enamoradas!”, “¡Y dónde están todas esas chiquillas encantadoras!”, “¡Toda la gente cumbiambera que nos acompaña por ahí, toda la gente sonidera, cómo está esa gente de Guanajuato!”, “¡A todos los amigos de seguridad, muchas gracias por su presencia!”.
Entre el público, un fan de la cumbia dijo que esta banda era de lo mejorcito que uno podía escuchar en México, y recordó que dos días después actuaba el mismo rey de la cumbia norteña, El rebelde del acordeón, El cacique de la campana, desde Monterrey, Celso Piña. “Ese va a mover a todo Guanajuato. Ese cabrón, cuidao…”.
El Cervantino combina cultura popular con artistas de élite. El viernes, un par de horas antes de oír a Los Vallenatos agradecer su presencia a los vigilantes de seguridad o deseándole feliz cumpleaños “a Teresita del Niño Jesús, que cumple hoy”, se pudo ver en un teatro a 20 minutos de allí el espectáculo de la Compañía de Danza del japonés Akira Kasai, maestro del butoh, un género de cruda expresión corporal que nació en el contexto de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
Kasai es un hombre muy menudo de 71 años, con un tronco estrecho lleno de costillas marcadas, unos bracitos fibrosos y dúctiles, la melena recogida en un moño-coleta y una gestualidad que pone a prueba los límites de estiramiento de la piel de la cara. Como un híbrido de Mick Jagger e Iggy Pop en versión de bailarín expresionista japonés, con algo del Gollum de El Señor de los Anillos. Su función, titulada Hayasasurahime, estaba inspirada en el Kojiki, la crónica mitológica más antigua de Japón, y tenía como melodía la Novena Sinfonía de Beethoven. Hayasasurahime es una diosa subterránea que recibe todas las impurezas del mundo y las convierte en luz. El atlético y anciano Kasai desplegó su danza bajo una iluminación cenital, moviendo los brazos como si recogiese haces de luz, envolviéndolos, agarrándolos, arañándolos. Sorprendió el final del primero de los tres actos: vestido de pantalón negro con lentejuelas y con el pecho desnudo con unos tirantes negros, Kasai se puso al borde del escenario y dijo, sin más, el título de una canción de José Alfredo Jiménez pero con fonética japonesa: “¡Ca-mi-nó-de-Gua-na-jua-tó!”.
A la mañana siguiente, sobre el mediodía, se representó la primera obra del Proyecto Ruelas, una novedad de esta edición que consiste en interpretar piezas teatrales en las calles del centro con vecinos de colonias marginales como actores.
Esta obra se tituló Todos somos Calibán, partió de la obra de Shakespeare La Tempestad y el elenco lo formaron 17 vecinas de un barrio del extrarradio llamado Puerto de Valle. Dirigidas por Sara Pinedo, una directora joven a la que llamaban La Maestra, las actrices contaron al público trazos de sus vidas reales que las emparentaban con la vida esclava del Calibán de Shakespeare. Una contó como unos minutos después de parir, su marido llegó, le preguntó qué tal estaba y ella dijo resignada: “Ya tengo a mi niña. Vámonos a la pizca del algodón”. Otra a la que no querían atender en un centro de salud porque “traía los papeles chuecos”. Otra tiene un hijo migrante que se ha tatuado en el pecho dos payasos para que su madre tenga cómo identificarlo si desaparece en una de sus idas y venidas a Estados Unidos. La obra tuvo lugar en una placita de piso de piedra, con una fuente en medio, árboles y casas con fachadas de colores rojo, ocre, amarillo, azul malva. Un anciano del barrio contempló la actuación recostado al sol desde una terraza y, cuando terminó la obra, bajó para comer las excelentes tortillas con nopales que cocinaron para el público las calibanas de Puerto de Valle mientras narraban sus historias.
La obra estelar del sábado fue la versión de Hamlet del teatro Republique de Copenhague con el trío londinense de cabaret punk The Tiger Lilies. El centro de la función fue el líder de los Tiger, Martyn Jacques, que vestido entre payaso y bufón intercaló las escenas hamletianas con narraciones y canciones suyas. Jacques, formado como cantante de ópera, impresionó a los espectadores del Teatro Principal de Guanajuato con su cómica y melancólica voz de castrati. El público ovacionó a los actores y músicos al final de la función. Después, los Tiger Lilies salieron un rato a firmar autógrafos a la entrada del teatro. En la puerta principal se formó un embudo de gente que se quedaba en el sitio mirando a los artistas y tomando fotos de ellos para su Facebook. Un espectador resuelto hizo de ujier y dio la orden precisa para que el tapón se disolviese:
–Fotografiando y caminando, por favor, fotografiando y caminando.
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