Descanse en paz, enorme Hoffman
La estética que usa Anton Corbijn para ese Hamburgo portuario es poderosa
Presto relativa atención a las últimas entregas de John Le Carré, un escritor que alguna vez formó parte de mis amores incondicionales. Los largos y venturosos años en los que escribió con lucidez, amargura e intenso aroma de la Guerra Fría a través del Circus y del KGB, de la mortal partida de ajedrez, plagada de turbiedad, chantaje, traiciones, manipulación y doble juego entre el cerebral Smiley y el maquiavélico Karla, cuando inventó un universo inmarchitable, en permanente estado de gracia. Y bendita sea la caída del Muro, por supuesto, pero la literatura de Le Carré salió perdiendo. Y nosotros, sus adoradores. Se acabaron los espías que surgían del frío, los topos, los cuernos del estoico y profundo Smiley, ese tipo que amaba a los poetas románticos alemanes y a su esposa Ann, la última ilusión de un hombre sin ilusiones. Ya no tengo la urgencia de devorar a Le Carré, aunque me siga interesando, pero continúo quitándole el polvo a sus viejos libros, viviendo mañanas heladoras en ciudades fronterizas de Alemania, en la lluvia y la niebla de Trafalgar Square, en los aledaños del Kremlin.
No sabemos si Putin añora la Guerra Fría y aún tiene el sueño de resucitarla. Es más que probable, pero está claro que ahora la guerra tiene acento yihadista, que el terror ha adquirido nuevos métodos, que en esta guerra no se hacen prisioneros o estos son asesinados y que la manera de combatir al fundamentalismo de los presuntos buenos puede alcanzar formas tan repulsivas como las que utilizan sus enemigos. Le Carré habla de esto en su novela El hombre más buscado.
El mejor Hoffman
Esencia de mujer (1993).
El gran Lebowski (1998).
Happiness (1998).
Magnolia (1999).
Casi famosos (2000).
Nadie es perfecto (2001).
Embriagado de amor (2002).
La última noche (2002).
Capote (2005).
La guerra de Charlie Wilson (2007).
Antes de que el diablo sepa que has muerto (2007).
La duda (2008).
The master (2012).
El último concierto (2013).
La primera razón para que te atraiga inicialmente esta película es comprobar cómo ha adaptado la prima donna de la fotografía del rock, el holandés Anton Corbijn, el mundo literario de Le Carré. Cómo el biógrafo en imágenes de la tan breve como torturada existencia del suicida Ian Curtis en Control y también el autor de esa memez presuntamente misteriosa aunque monocorde titulada El americano ha conducido una intriga que se desarrolla en Hamburgo después del 11-S, ciudad marcada ya que desde ella Mohamed Atta planifica el ataque a los símbolos del poder estadounidense, y que después liderará al grupo que estrella los aviones contra las Torres Gemelas.
Si la anterior razón es comprensible, la segunda se convierte en obligatoria. Y también acongoja. Por lo menos, a mí. Se trata de la penúltima vez (la última fue en la tercera parte, aún no estrenada, de esa triunfante saga que mis gustos consideran prescindible llamada Los juegos del hambre) en la que Philip Seymour Hoffman, un actor genial, que está más allá del calificativo admirado, se colocó delante de la cámara antes de despedirse a lo bestia de todo con una jeringa en la vena y 50 papelas de jaco (por si faltaba para el colocón definitivo) acompañando a su soledad y su desamparo.
Hoffman aparece más orondo y desastrado que nunca, con determinación en su actitud pero también con gesto de hastío, un vaso de alcohol en la mano y un permanente cigarrillo en la boca, con su capacidad intacta para hipnotizar al receptor y convencerle de lo que le dé la gana, con su voz prodigiosa. La estética y el tono que utiliza Corbijn en ese Hamburgo portuario y grafitero, poblado por servicios especiales, contraespionaje, CIA, que se zancadillean entre ellos y no dudan en sacrificar a un inocente si tiene pinta de talibán, es poderosa. Pero lo que más me conmueve es observar cómo mira, piensa, habla, construye otro personaje memorable y cautivador alguien abarrotado de talento, sensibilidad y magnetismo que ya se ha largado para siempre.
Babelia
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