El intelectual tirano
Caroline Link conforma un relato con potencia que solo decae al final
En una entrevista con Ingmar Bergman, ante la pregunta de en quién pensaba a la hora de dibujar esos intelectuales de sus películas, fríos, rígidos, cercanos a la crueldad, narcisistas y con un punto de insolencia, casi como parásito sociales, el director sueco respondió sin huidas: “En mí mismo”. Un modelo en el que también podría estar pensando la alemana Caroline Link en la interesante Destino Marrakech, una de esas películas con tantos subtextos que parece imposible que nadie mínimamente curioso se vaya del cine sin que alguno de los temas le haga ir más allá y, en algún caso, incluso emocionarse.
DESTINO MARRAKECH
Dirección: Caroline Link.
Intérpretes: Ulrich Tukur, Samuel Schneider, Hafsia Herzi.
Género: drama. Alemania, 2013.
Duración: 122 minutos.
La dicotomía entre el artista y / o intelectual de élite, encerrado en su propia egolatría y sabiduría, y el que prefiere palpar la calle, las culturas, experimentar desde el gozo y el sufrimiento, en lugar de leer sobre ello, es la que marca la película. Pero no sólo eso. También se habla de colonialismo, de la mirada del turista hacia países como Marruecos, del sabio cultural que en realidad es un tullido sentimental, de la ardiente juventud encerrada en un colegio modelo pero que ansía salir de los cuatro muros de su biblioteca, de la necesidad de rechazar a la autoridad en algún momento de la vida, aunque sólo sea para vislumbrar en propia carne que el mando no estaba tan equivocado... Así, hasta conformar un relato con cierta potencia que sólo decae en un último cuarto muy mal narrado. Link, también guionista, aplica su mirada afilada y crítica, pero muy pendiente también del cine popular; esa que tan bien le funcionó con En un lugar de África (2003), sorprendente éxito en España y aún más exagerado Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Y, en un paso más, se atreve incluso a sermonear a esas figuras de la literatura, el teatro y el arte en general que salen de su primer mundo para “dar la paliza a los marroquíes con sus clásicos alemanes”, cobrando una pasta “en un país pobre”. El intelectual parásito social de Bergman, pasado por la batidora de la accesibilidad de cierto cine de versión original.
Y aunque a veces los subtextos se hagan demasiado explícitos, como la competitividad del padre, o se verbalicen sin necesidad, como en la magnífica charla del profesor al hijo en la primera secuencia, en la que sólo sobra ese “aprovecha el verano y experimenta” que ya se intuye, la película está repleta de momentos especiales, ambiguos y complejos. Justo hasta un último acto donde los accidentes que llevan hasta el desenlace sólo aportan aventura física cuando lo que en realidad interesaba era el desorden moral.
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