Lores y ladies por un día
Kenwood House, la mansión de Guinnes, acerca el modo de vida de la nobleza a sus visitantes
La idea es que uno se sienta como el morador de la casa, y no como el curioso en propiedad ajena o el visitante al uso de un museo. Que ocupe tranquilamente uno de los sillones donde damas y caballeros ingleses del siglo XVIII tomaron el té junto al fuego de la chimenea, recorra sin cortapisas las estancias de la mansión de estilo georgiano y se recree en la contemplación de las obras de arte que la decoran.
Entre estas, nada menos que un autorretrato de Rembrandt o la joven con guitarra pintada por Vermeer. Ubicada en el idílico entorno del parque de Hampstead Heath, los londinenses han recuperado Kenwood House tras una profunda remodelación que ha eliminado cordones y otros corsés para hacer más accesible al público lo que en realidad es suyo: la más importante colección privada de obras de los antiguos maestros donada por un particular en el siglo pasado para el disfrute de los británicos, junto a la posibilidad de recrear un universo exquisito y ya extinto.
El nieto del fundador de la cervecera compró el palacete en 1925
El Heath a secas, como los locales denominan a este parque del norte de la ciudad que en realidad responde a un inmenso bosque punteado de prados y lagos, es uno de los enclaves favoritos para organizar el picnic del fin de semana. Aunque, con la bonanza del verano, cualquier momento es igual de bueno. Y las faldas de Kenwood House, el palacete-museo que a finales del invierno estrenó su perfil remozado sobre una colina, aparecen abarrotadas de gente en estos días de clima amable. Son muchos los que han elegido este emplazamiento tan familiar en el barrio de Hampstead para simplemente relajarse frente a las vistas del skyline de Londres, y en el mismo lugar donde Julia Roberts filmó una de las escenas del filme Notting Hill, pero también los que deciden adentrarse en la coqueta mansión de tonos crema y con las puertas abiertas. La entrada es gratuita, como lo son todos los museos públicos de la ciudad, pero aquí el ambiente resulta especialmente distendido en consonancia con el exterior.
Por supuesto que habrá seguridad, como exige la presencia de los cuadros de los maestros alemanes y flamencos, o de los más destacados retratistas ingleses de los siglos XVIII y XIX, que forran las paredes. Pero a primera vista no se percibe. El visitante es libre de acomodarse en cualquier rincón, sin dejarse intimidar por los tapizados de terciopelo, las lámparas de araña o los bustos de mármol que en su día decoraron la que fuera residencia, entre otros ilustres inquilinos, de uno de los nietos de zar Nicolás I. Así lo habría querido el último propietario de la villa, Edward Cecil Guinness, nieto del fundador de la legendaria compañía cervecera y conde de Iveagh. En 1925 compró esa casa histórica, la dotó con una de las colecciones privadas de arte más valiosas del Reino Unido y acabó regalándola a los ciudadanos en su testamento. Ese gesto entronca con la labor filantrópica del heredero Guinness, reconocido en la Irlanda de su tiempo como un atípico empresario en su empeño por mejorar las condiciones de vida de los trabajadores.
En Inglaterra, sin embargo, se valora ante todo su faceta de coleccionista, aquella que atesoró la exquisita pintura de la guitarrista de Johannes Vermeer (ejecutada en 1672) y otros dos centenares y medio de obras de Van Dyck, de Turner, Gainsborough, Constable, Halls o Reynolds. Y, palabras mayores, el retrato que el holandés Rembrandt hizo de sí mismo ya sexagenario (alrededor de 1665), entonces acuciado por las deudas que le forzaron a vender todas sus posesiones, pero dispuesto a ofrecer en la pintura una imagen serena, con todo el aplomo del genio.
El cuadro pende en una de las paredes del que fuera el comedor de la casa, recién restaurada tras 18 meses de trabajos y andamiaje al estilo “del hogar artístico de un caballero del siglo XVIII”. Un esfuerzo presupuestado en siete millones de euros que pretende transportarnos al entorno de los pudientes de hace tres siglos, con su sala de música en la que se entretenían los invitados, los respectivos vestidores del lord de la mansión y su mujer o la fabulosa biblioteca, considerada una de las mejores recreaciones de la Gran Bretaña del siglo XVIII.
La reforma ha intentado respetar especialmente el estilo neoclásico que el arquitecto escocés Robert Adam imprimió al edificio original, en 1764, para adaptarlo con sus techos ornamentados o columnas de capiteles dorados al estatus de celebridad de su propietario de entonces: William Murray, lord Chief Justice de la corona, es decir, el puesto de mayor rango en la judicatura británica. Designado en unos tiempos de cambios radicales en la sociedad y política británicas, Murray (que también detentaba el título de conde de Mansfield) se labró la fama entre sus contemporáneos al presidir el caso de 132 esclavos africanos que fueron arrojados por la borda en plena travesía. Contra todo pronóstico, falló en contra de la naviera.
El público, que entra gratis, puede acomodarse en cualquier rincón
Otros moradores desembarcaron en Kenwood después de Murray, desde el gran duque Michael Michaelovitch, nieto y primo de zares que tuvo que abandonarla tras perder su fortuna en la Revolución Rusa, hasta la millonaria viuda de un magnate estadounidense. Edward Cecil Guinness zanjó su antigua historia, adquiriendo la mansión y una colección de cuadros que todavía no había colgado cuando le sobrevino la muerte, en 1927. Un año después Kenwood abría sus puertas al público de a pie para convertirse en la casa de todos. Y en la que pende ese Rembrandt por el que más de un museo daría al menos un brazo.
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.