Pinault, un mecenas a lo grande
El magnate de la moda exhibe en Mónaco su colección
Tras el resplandeciente corazón de Jeff Koons aguardan nueve tétricos cadáveres a cargo de Maurizio Cattelan. Un poco más allá, Takashi Murakami tiene de vecino a Damien Hirst. Marlene Dumas recuerda que no escaparemos a la muerte a escaos metros de un neón de Dan Flavin y de una instalación de Javier Téllez. Casi ningún museo dispone del presupuesto para concentrar todos estos nombres en tan pocos metros cuadrados. Y si este sí puede es solo porque en realidad no lo es: nos encontramos en Artlovers, la nueva exposición extraída de la colección de François Pinault, que se muestra este verano en el Fórum Grimaldi de Mónaco, examinando las relaciones entre el arte contemporáneo y los motivos clásicos que marcaron la pintura y la escultura.
Pese a su geolocalización, no se trata de una muestra de millonario para millonarios, pero sí de una nueva prueba del poderío que Pinault ha adquirido en el mundo del arte. Tras detenerse en lugares como Lille, Moscú, Seúl o París, se trata de la sexta vez que el fundador del grupo Kering, que posee marcas como Yves Saint Laurent, Balenciaga o Alexander McQueen, desvela parte del contenido de esta colección, que reúne cerca de 3.000 cuadros acumulados desde hace tres décadas, sin formación específica ni conocimiento del mercado.
Antes de ser el tercer hombre más rico de Francia, Pinault tuvo otra vida: fue un modesto comerciante de madera en su Bretaña natal. “Seguramente sea el único dirigente de una gran empresa que sabe talar un árbol”, dijo en una de sus escasas entrevistas, a las que sigue renunciando por sistema. “¿Qué quiere, que saque pecho como un tipo que ha tenido éxito? Sería vanidoso”, respondió al semanario Les Inrockuptibles cuando intentó dar con él. “Hablen con mis enemigos. Tendrán mucho que decir. O con mis amigos, si es que encuentran alguno”.
La revista Forbes evalúa su fortuna en 8.100 millones de euros, pero los orígenes de Pinault son humildes. Nació en Trévérien, un pueblo de 900 habitantes en la frontera con Normandía. Pasó su adolescencia en un internado en Rennes, donde los hijos de la burguesía se reían del atuendo de campesina de su madre. Casado con la hija de su antiguo jefe, se hizo con las riendas de una empresa de compraventa de leña, a la que rebautizó, no sin grandilocuencia, como Pinault France. ¿Delirio de grandeza? Sí y no. Tenía claro que su comarca le quedaba pequeña. Importó madera de Canadá y Escandinavia, antes de crear un sistema de distribución para hacerla llegar a todo el país. A principios de los setenta, vendió su empresa por 25 millones de francos —casi 50 veces más que su valor inicial— y especuló en el mercado del azúcar para multiplicar sus ganancias.
Tras entrar en bolsa en 1988, Pinault adquirió empresas francesas como Printemps, Conforama o Fnac. Una década más tarde, entendió que ya no era ahí donde encontraría el dinero. El futuro apuntaba al lujo. Se hizo con Gucci, robándosela a su archienemigo Bernard Arnault, e inició una prospección de los mercados colindantes. Dicen que fue su segunda mujer, aficionada al mobiliario dieciochesco, quien le hizo entrar por primera vez en una sala de subastas. Años más tarde, compraría la casa de subastas Christie's, desde la que sigue controlando quién sube y quién baja.
Empezó comprando mondrian y van gogh, pero entendió que ese mercado estaba saturado y se dirigió hacia lo contemporáneo, menos en boga que en la actualidad. Desde la década pasada, el liderazgo del consorcio lo asume su hijo François-Henri. El patriarca se dedica, según la versión oficial, a gestionar una colección que empieza en el minimalismo de Richard Serra y Donald Judd y terminá en jóvenes como Cyprien Gaillard o Loris Gréaud.
Aunque asegure lo contrario, hace años que Pinault sí habla. Lo hace a través de esta colección, que mantuvo oculta durante mucho tiempo, antes de entender que se equivocaba al hacerlo. Con ella subraya su potencia industrial. Desde 2006, cuenta con una vitrina de lujo llamada Palazzo Grassi, una de las sedes venecianas de su fundación, junto con la Punta Della Dogana, edificio aduanero que permanecía abandonado desde 1983. Cuando inauguró el espacio, se le reprochó que se limitara a alinear trofeos de caza. Desde entonces, la orientación de sus muestras ha cambiado. “Cuando uno va a explorar una colección tan rica siempre hace utilizar falta un hilo conductor fuerte”, explica Martin Bethenod, comisario de la exposición y director del Palazzo Grassi, al que llegó tras reflotar la Fiac de París.
“Pensar que su interés es solo por el mercado sería una injuria, en la medida que sus exposiciones revelan que, ante todo, está intentando comprender el mundo tal como lo ve y lo imagina el arte”, escribió el crítico Fabrice Bousteau. En el texto que firma en el catálogo de la exposición monegasca, orquestada con el beneplácito del príncipe Alberto —asiduo de sus exposiciones en Venecia—, Pinault parece saber de lo que habla: “Si bien la creación contemporánea utiliza frecuentemente el procedimiento de la ruptura, el arte es pocas veces amnésico. El arte se acuerda. El arte conoce. Al arte le gusta citar. Se ampara de obras de ayer para prolongarlas y a veces desviarlas, pero siempre reanimándolas con un nuevo resplandor o un nuevo sentido”.
En Mónaco, su teoría queda demostrada con una galería de obras de tamaño monumental que contienen guiños al pasado. Parodias explícitas y alusiones mal disimuladas, reciclajes y remakes en toda regla y variantes inscritas en el détournement que teorizó Duchamp sirven para demostrar que el arte actual se retroalimenta del pasado. Por ejemplo, Urs Fischer reinterpreta El Rapto de las Sabinas, obra del renacentista Giambologna, a través de una escultura que se derrite al calor de las velas. Takashi Murakami homenajea a Hokusai y los pintores del periodo Edo, pero llevándolos al terreno del manga, mientras Marlene Dumas compara el Cristo muerto de Hans Holbein con Michael Jackson, metido en la caja de oxígeno de la que se servía para no envejecer. El conjunto mezcla lo sagrado y lo profano, lo espiritual y lo banal, el arte y la cultura pop, alternando el rigor teórico con un evidente placer sensorial. “Para mí, la historia del arte se volvió interesante cuando descubrí que todo consistía en el deleite”, sostiene Jeff Koons en uno de los paneles. Si está ahí, será porque su propietario la comparte.
Su actividad demuestra el avance imparable del coleccionismo privado, que completa (y a ratos sustituye) el rol tradiciona de los museos. Solo en Francia, las fundaciones privadas inyectan cerca de 1.000 millones de euros anuales en el mercado del arte. Pinault no es el único que mueve ficha en un sector en el que ya figuran nombres como Cartier, Hermès, Bernardaud, Rolex o Guerlain. En octubre, el mismo Arnault abrirá en París la esperada Fundación Vuitton, muy cerca del lugar donde su rival intentó inaugurar un museo hace una década. Incluso en eso su enemistad se hace patente.
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