Mamá contra el nitrógeno líquido
Cuatro grandes chefs exploran su memoria culinaria cocinando junto a sus madres
“¿Está encendido el fuego?¿No está muy caliente esto?¿A ver, corazón, quieres el cazo lleno?”. Tanta pregunta estereotípicamente maternal es sorteada por el hijo en cuestión con un ping-pong de “sí, mamá”, “no, mamá”. El cocinero, algo azorado, justifica sus decisiones ante la audiencia mientras su madre se encoge de hombros: “Ah, como tú digas…”. La única diferencia entre estos fogones y otros en los que progenitores y vástagos se hayan atrevido a cocinar juntos es que esta vez los aprendices han superado a sus maestros. El que recibe las preguntas es el chef Iván Domínguez y la que curiosea las cazuelas es su madre, Rosi Pereda: “En la cocina moderna me pierdo. Anda que si lo tengo que hacer yo así…”. El hijo ríe.
Ellos y otras tres parejas similares (Ramón Freixa y Dori Riera, David Muñoz y Rosa Rosillo, Estanis Carenzo y Silvia Mazza) han sido reunidos este lunes por la aceitera Carbonell para poner de manifiesto la influencia familiar en las creaciones de las nuevas generaciones de la cocina. Paradójicamente, solo uno de ellos —Muñoz, que acumula tres estrellas Michelin con su restaurante DiverXo— asegura haber compartido cocina con sus padres. Para Freixa (dos estrellas Michelin con su restaurante homónimo) y Domínguez es la primera vez, mientras el argentino Carenzo (chef de Sudestada) asegura que las tareas culinarias no recaían solo en su madre. La herencia, afirman, reside más bien en la memoria.
La que hace que Ramón Freixa una en su plato distintos tratamientos del tomate (su archienemigo cuando era niño y hoy uno de los pilares de su cocina) y los macarrones con gambas de los domingos en el restaurante que regentaban sus padres, el Racó d’en Freixa, donde su padre llevaba la cocina y su madre la sala. “En casa de cocineros se come normal”, advierte Freixa, cuestionando las virtudes culinarias de Riera. “Además, en su casa los cuchillos nunca cortan”, asegura mientras la madre protesta: “Pues a mí me valen, tan malo no será”. No debe de haberlo sido: pasados por la túrmix de la nueva cocina, los recuerdos se convierten en solomillo de tomate a la plancha, un helado flash de tomate o pasta rellena con tartar de carabineros.
Junto a ellos, las raíces gallegas de Domínguez se van materializando en olor a pescado a la plancha y la acidez del vinagre. El chef y su madre preparan jurel en escabeche, aunque no como ella lo hubiera cocinado: “Yo no los fileteaba, solo sacaba las tripas, los freía, y…”. Nada de harina aquí: la carne del jurel se tersa tras una curación en agua de mar, el vinagre se presenta en forma de perlas, el plato se acompaña con plantas de costa que Pereda prueba con interés. “Dónde aprendiste, que yo no te enseñé”, le susurra con orgullo tratando de zafarse de los micrófonos.
Al otro lado de la nave que ocupa el madrileño Kitchen Club, David Muñoz y Estanis Carenzo comparten cocina y se lanzan pullas —cariñosas— sobre la cocina del contrincante. El plato de David Muñoz, muslo de pichón en mole poblano y paté de hígado de pichón entre regañás de cinco especias chinas, es un homenaje a Abraham García, chef de Viridiana. El cocinero recuerda las visitas al restaurante madrileño como “un lujo” que la familia se daba cinco o seis veces al año. “En casa, la tradición era viajera”, asegura, explicando el nombre del plato: Viva México, cabrones. De la infancia a sus invenciones en DiverXo, un largo camino que comenzó con “alguna guarrada de más”: “Mis padres me las aplaudían siempre porque me apoyaban mucho, pero seguro que alguna era infumable”. La madre asiente.
Junto a él, Carenzo pica rúcula selvática cultivada en su propio huerto: “La cocina de David es una en la que ya ni se corta. Yo me siento antiguo a su lado”, bromea. La suya viaja hasta el sudeste asiático, y de ahí a Madrid. Pero todo comenzó en la noche argentina. Su madre recuerda los paseos noctámbulos del pequeño Estanis: “De noche, empezaban a llegar olores hasta el cuarto. Sobre todo recuerdo el olor a panceta. Cocinaba hasta dormido”. Carenzo, a su lado, aguanta los halagos sonriendo, algo abrumado. No lo dice, pero en su cara se lee: “Mamá, para”.
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