Un festín literario
Coinciden en las librerías diferentes obras en las que la cocina tiene un papel central. La novela negra se ha convertido en el mejor refugio literario de la gastronomía.
En dos de los momentos cumbre de la literatura universal, la comida tiene un papel central: el principio de El Quijote —"Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían tres partes de su hacienda"— y la Magdalena de Proust: la cadena de recuerdos que surgen al principio de En busca del tiempo perdido se desata cuando el narrador prueba el sabor del bollo mezclado con el té. "Todas las literaturas hablan de comida. No conozco ninguna que evite el tema", explica el sabio de los libros Alberto Manguel, autor Una historia de la lectura. Desde el Satiricón de Petronio hasta El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald; desde Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll, hasta el Cuento de Navidad de Dickens, desde la picaresca hasta Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais, comida y literatura siempre han ido unidas. No es de extrañar. Como escribe el periodista y escritor argentino Martín Caparrós en Comí (Anagrama): "Supongamos que se puede suponer que desde que cumplí dos años comí con cierta regularidad dos comidas principales al día: en tal caso llevaríamos comidas, en estos cincuenta y siete años, cuatro meses, seis días, unas 41.910 principales". Tras diferentes cálculos, Caparrós concluye que "el total se elevaría a 59.456 comidas comidas" a lo largo de su existencia.
La cocina se ha convertido en una parte imprescindible de las novelas del siciliano Andrea Camilleri o de la estadounidense Donna Leon
Más allá de cualquier moda relacionada con la alta cocina, la comida es importante en los libros porque lo es en la vida. El ensayista John Dickie demuestra en ¡Delizia!, que acaba de publicar Debate, que se puede contar la historia de Italia a través de la cocina, y Guillaume Long prueba con A comer y a beber. Con las manos en la masa (Salamandra Gráfica) que se puede dibujar un libro de recetas en forma de cómic, mientras que Predrag Matvejevic relata en Nuestro pan de cada día (Acantilado) el poder simbólico y cultural de ese elemento esencial de la cocina. En las mesas de novedades se han multiplicado en los últimos meses los libros en los que la comida tiene un papel importante: La cocinera de Himmler (Alfaguara), una gran novela histórica con una cocinera como protagonista del francés Franz-Olivier Giesbert; Una cocina a prueba de ratones (Salamandra), un relato de Saira Shah en la estela de Un año en Provenza o Bajo el sol de Toscana; El último banquete (Alevosía), en el que el maltés Jonathan Grimwood construye un relato de aventuras y sabores en la Era de las Luces; o Comí, de Martín Caparrós, una narración provocadora e inteligente sobre el papel de la comida en la sociedad.
"La comida es importante en mi vida y en mi trabajo, como en la vida de cualquier ser humano", explica la escritora siciliana Simonetta Agnello Hornby, que acaba de publicar El veneno de las adelfas (Tusquets). Residente en Londres y prestigiosa jurista, Agnello Hornby ha desarrollado una doble carrera literaria, como narradora de historias ambientadas en su Sicilia natal como la magistral La mennulara, pero también como autora de libros sobre cocina como La cucina del buon gusto, Un filo d'olio o Il pranzo di Mose, que sale en noviembre. "Es una parte de nuestra cultura porque, a diferencia de otras criaturas, cocinamos los alimentos, nos da placer y es el último de los placeres humanos del que disfrutamos hasta la muerte. Al escribir sobre la gente no podemos excluir lo que comen y como lo comen", explica.
Caparrós, que acaba de publicar en América Latina El hambre (en España saldrá en febrero), un largo reportaje sobre la falta de alimentos en el mundo, cree, en cambio, que "no es fácil hacer literatura con esa actividad tan aparentemente rutinaria como es comer". "Las presencias fuertes de la comida en la literatura clásica tienen que ver con lo extraordinario, la fiesta, la desmesura. Lo primero que uno piensa es en Rabelais, el desenfreno por excelencia. En castellano, en cambio, la característica más notoria de la comida es que no hay: el Buscón y su hambre memorable, que sirve de modelo a tantos después. Y en estos días la comida no aparece mucho más, creo. Hasta que alguien se decida a escribir una gran farsa sobre la comida como 'arte fácil' en nuestras sociedades y se divierta como un perro", afirma.
Pese a que es casi una tradición del género que los policías, como el comisario sueco Kurt Wallander, se alimenten de una forma que pondría los pelos de punta al endocrino más curado de espantos, el gran refugio literario de la cocina en la actualidad está en la novela negra. Siguiendo la senda abierta por Manuel Vázquez Montalbán y su detective gourmet Pepe Carvalho, la cocina se ha convertido en una parte imprescindible de las novelas del siciliano Andrea Camilleri —su comisario se llama Montalbán en homenaje al escritor catalán— o de la estadounidense residente en Venecia, Donna Leon. "Al comisario Montalbano le encanta comer. Las descripciones de los platos de pescado y de las pastas son deliciosas y son capaces de reflejar todos los sabores de la cultura culinaria de la costa sur de Sicilia", asegura Simonetta Agnello Hornby.
"Sherlock Holmes tocaba el violín. Yo cocino", decía el detective de Vázquez Montalbán, cuya sabiduría gastronómica fue reunida en Carvalho Gourmet (Planeta). Donna Leon también ha publicado su propio libro de recetas, El sabor de Venecia (Seix Barral), escrito a medias con Roberta Pianaro. Sin embargo, Montalbano no tiene todavía su recetario pese a que a sus lectores nos encantaría tener a mano los secretos de la Trattoria de Enzo, en la que el comisario se da unos atracones monumentales, o ser capaces de reconstruir los platos que Adelina le deja en la nevera o el horno siempre que Livia no se encuentre en Marinella. Los arancini (una especie de croqueta de arroz rellena, típica de Sicilia que puede ser un mazacote infame o un manjar inolvidable), la caponata (un pisto de berenjena con piñones, vinagre y sin pimiento), los espaguetis negros o con almejas, los salmonetes fritos, la pasta al horno o a la Norma, las sardinas rellenas, la merluza con salsa de anchoas y vinagre, el estofado de ternera a la siciliana huelen y saben en las novelas de comisario Montalbano —toda la serie está editada por Salamandra, la última entrega publicada en castellano es Juego de espejos—. Eso sí, hay que comer todos estos en manjares en riguroso silencio.
La autora de libros de cocina Inés Ortega, que está trabajando en un ensayo sobre la relación entre la literatura y la comida y que publicará en octubre en Siruela Bienvenidos a la cocina. 114 recetas para jóvenes y no tan jóvenes, recuerda a otro detective clásico en el que la gastronomía juega un papel muy importante: el comisario Maigret, de Georges Simenon, cuyos libros está reeditando Acantilado. "He aprendido muchas recetas leyendo literatura que han enriquecido mi acervo gastronómico, de la esposa del comisario Maigret he practicado varias", explica Inés Ortega, que acaba de reeditar en forma de aplicación para tabletas y teléfonos móviles uno de los grandes clásicos de la cocina española, 1.080 recetas, de su madre, Simone Ortega. "Me acuerdo de unas caballas al horno, gallina hecha en una cazuela, brandada de bacalao o el famosísimo pollo al horno. Fueron recogidas por el periodista gastronómico francés Robert J. Courtine en el libro Las recetas de Madame Maigret (Ediciones B)", explica.
Caparrós, que acaba de publicar El hambre, un largo reportaje sobre la falta de alimentos en el mundo
No es exactamente literatura policiaca, aunque se acerca mucho: los periodistas Jacques Kermoal y Martine Bartolomei escribieron un libro estupendo sobre un tema que el cine ha explotado hasta la saciedad, la relación entre la criminalidad organizada y la comida. La mafia se sienta a la mesa (Tusquets) parte de un planteamiento muy original: cuenta una comida muy importante en la historia de la mafia y luego ofrece la receta de lo que se puso sobre la mesa. En sus páginas se pueden encontrar platos tan contundentes como la pasta con garbanzos o el bolito, el cocido italiano; postres como el helado de sandía o la tarta al café, o clásicos de la pasta como a la tinta de sepia o con sardinas, que resumen la historia de Sicilia.
Resulta casi imposible escoger para cerrar un momento que una la literatura con la comida. Alberto Manguel recuerda "el té del Sombrero Loco, donde la manteca sirve para reparar relojes y se ofrece un vino inexistente" en Alicia en el País de las Maravillas; el italiano Ugo Cornia, autor de Sobre la felicidad a ultranza (Periférica), que reside en Módena, en el norte de Italia, uno de los lugares del mundo que más en serio se toman la comida, se queda con la historia del cocinero Chichibio, en el Decamerón de Boccaccio —¿tienen las garzas una o dos patas?—. Giuseppe Tomasi di Lampedusa ofrece en El Gatopardo (Alianza, en traducción de Fernando Gutiérrez), con el timbal de macarrones, una buena forma para despedir estas líneas: "El oro bruñido de la costra tostada, la fragancia de azúcar y canela que trascendía, no eran más que el preludio de la sensación de deleite que se liberaba del interior cuando el cuchillo rompía la tostadita capa: surgía primero un vapor cargado de aromas y asomaban luego los menudillos de pollo, los huevecillos duros, las hilachas de jamón, de pollo y el picadillo de trufa en la masa untuosa, muy caliente, de los macarrones cortados, cuya extracto de carne daba un precioso color gamuza".
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