Federico, poeta campesino
La antología ‘Poemas de la Vega’ reivindica las raíces de la tierra
Del angustiado y rabioso viajero que denunciaba a quienes levantan “montes de cemento” en la última “fiesta de los taladros”, al hombre que constantemente llevó dentro de sí ese niño cantando a la cigarra que muere “borracha de luz”, no hay mucha distancia. Justo la que separa al Federico García Lorca de Poeta en Nueva York a este que se encuentra entre las páginas de sus Poemas de la Vega, seleccionados ahora por Javier Alonso Magaz, Andrea Villarubia y Luis García Montero para Galaxia Gutenberg.
Entre las actividades que artistas plásticos, escritores, músicos y la propia Fundación García Lorca han venido realizando en Granada, junto a la asociación Vega Educa, para salvar lo poco que resta del tajo especulativo que ha ensombrecido el territorio de la infancia del poeta, quedaba un homenaje al mismo y una reivindicación de ese espacio ecológico y cultural por medio de su propia obra, su misma voz. “Aunque la aparición de Poeta en Nueva York le valió la etiqueta de autor urbano, él siempre llevó presente sus raíces del campo”, comenta García Montero, autor del prólogo.
Entre sus verdades íntimas, sus lugares sagrados, sus territorios de iniciación, está ese pueblecito callado y oloroso donde nació en 1898, Fuente Vaqueros (Granada). La caricia de sus acequias y sus chopos quedó, según confiesa Lorca, estampada en él, “por la nostalgia de la niñez y el tiempo”.
El hombre de ciudad, volcado y hambriento ante todas las tendencias que le ofrecía para su crecimiento la modernidad de la urbe, llevó siempre en el fondo, con orgullo además, su condición de poeta campesino. La vega es ese territorio donde fue labrándose en el romanticismo y las lecturas de Alejandro Dumas, entre otros, o, lo que es lo mismo, “la conciencia de sus orígenes”, comenta el también poeta y paisano suyo, García Montero. Pero además, aquel paraíso en que se mezclaba la energía vital de la tierra. Una esencia que lejos de frenar con renqueante lastre tradicional y costumbrista su obra, supo transformar, como pocos, en materia de experimentación y rupturas.
Los poemas despiden el apego, el compromiso con los orígenes pero también el hartazgo o el deseo de huida hacia las exploraciones del mundo, como reconoce en una carta a su hermano Francisco: “Ya estoy cansado de esto. No se puede salir en pijama porque lo apedrean a uno, está todo lleno de malicias torpes y mala intención”. Aun así, adentrándonos en su autenticidad, no se puede prescindir de todos los elementos que le marcaron para poetizar fábulas de caracoles, cantos a los árboles, ecos de guitarra y cante, que muchas veces escribía al aire libre, como su hermana Isabel recordó en sus memorias.
Impresiona cómo desde joven planeaba la sombra de un desenlace trágico: “Pero una grave tristeza / Tiñe mis labios manchados / De pecados. Yo voy lejos del paisaje. / Hay en mi pecho una hondura / De sepultura”. Como si hubiera escrito estas líneas días antes de ser asesinado el 19 de agosto de 1936, un mes después de consumado el golpe que dio lugar a la Guerra Civil, Lorca demuestra que nunca pudo huir de esa sospecha. Más si el poema Paisaje data de 1920 y lleva dentro, como otros muchos, la premonición.
Pero antes, en ese tiempo de juventud voraz, hallamos al gran bucólico ultra avanzado que supo dialogar desde su salida del seno verde con una auténtica identidad no perdida, sino asimilada a su búsqueda de la dignidad humana. Aunque por ello tuviera que pagar tan alto precio.
Babelia
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