La ley y el orden según The Libertines
La banda del atribulado Pete Doherty y su compinche Carl Barât impone sin dificultad sus argumentos el sábado en Benicàssim
Sus altercados públicos, sus adicciones reincidentes, sus problemas con la justicia y el tormentoso noviazgo que protagonizó junto a Kate Moss han sido durante más de una década los principales motivos por los que Pete Doherty ha acaparado portadas en los últimos diez años. Pero por si a alguien se le había olvidado, este británico de 35 años también es músico. Y en 2002 y 2004 encarnó la enésima gran esperanza blanca del rock de su país, formando pareja creativa (en otra relación de amor-odio) con su amigo Carl Barât, al frente del cuarteto The Libertines.
En la noche del sábado, The Libertines triunfaron sin apenas oposición
En la noche del sábado, triunfaron sin apenas oposición (el día no fue pródigo en actuaciones brillantes) en el escenario grande del FIB del veinte aniversario. Y lo hicieron encarnando dos de las pulsiones más genuinamente propias de esta cita: el carácter indiscutiblemente británico de su repertorio y el sesgo nostálgico que también comporta el tímido clima de efeméride que revolotea este año por el recinto. The Libertines no llegaron a actuar en Benicàssim antes de su reciente reunificación (sí lo hizo Doherty al frente de sus irregulares Babyshambles, al menos un par de veces), pero el suyo fue el previsible triunfo de un grupo más inglés que el fish'n'chips, no obstante dotado para imbricar su discografía en la mejor tradición de las Islas: aquella que puede remitir a las luminarias del punk y la new wave y al vodevil de Ray Davies (The Kinks) sin invitar al bostezo ni propiciar la muesca compasiva.
Su directo actual desmiente esa teoría del caos que tanto gustaban de poner en práctica a lo largo de su fugaz existencia, en la primera mitad de la década pasada. Anárquicos, con frecuencia destensados y caminando por el filo del desastre: así solían ser sus conciertos por aquel entonces. Ahora mantienen el chasquido de unas canciones desvencijadas pero punzantes en su propia naturalidad expresiva, pero lo hacen con una rocosidad poco acostumbrada. Sabedores de que cualquier tiempo pasado fue en su caso mejor, y de la importancia de mantener la cuenta corriente por encima del límite de la solvencia, Doherty y Barât no se andan ahora con veleidades.
A lo largo de una hora y veinte minutos fueron cayendo, con el telón de fondo de la portada de su álbum de debut (Up the bracket, de 2002), temas como Campaign Of hate, Time for heroes, Can’t stand me now, What a waster, I get along y otras efectivas andanadas extraídas de la última gran refriega mediática entre Estados Unidos y el Reino Unido, cuando los semanarios británicos encontraron en ellos el antídoto patrio al furor revisionista que desde el otro lado del charco habían predicado The Strokes, The White Stripes o Black Rebel Motorcycle Club.
Su órdago de rock vitamínico y carnal fue recibido con alborozo por el público que prácticamente abarrotaba la explanada ante el escenario principal, repitiendo unas cifras de asistencia que se parecen en mucho a las de la edición del año pasado, la del momento de crisis que finalmente fue solventado con la entrada de nuevos accionistas. En torno también a los 30.000 espectadores diarios. Y la asistencia de público británico, cada vez más diverso e intergeneracional, parece que sigue incrementándose de forma gradual.
Tampoco lo tuvieron muy difícil The Libertines a la hora de imponer la aseada relectura de su propio pasado, porque a las actuaciones de Lily Allen y Katy B, que les precedieron en el mismo escenario, solo cabe colgarles el sambenito de rutinarias. Convencionales shows de dance pop gimnástico (mucho más el segundo caso que el primero, en ambos hay matices) tallados al molde del target británico medio. Seguramente poco decepcionantes para sus fans incondicionales pero sí para todo aquel que advirtiera en sus respectivos debuts un soplo de aire fresco en el mainstream inglés, por escueto que pudiera ser. Curiosamente, algunas de las propuestas menos exigentes que han pululado este año por el FIB han experimentado un trasvase de escenario beneficioso para ellas (como así ha ocurrido con Katy B o Tinie Tempah), mientras que otros que debutaron a lo grande en el escenario verde han tenido que emigrar a estrados más pequeños (Tame Impala o los mismos Manic Street Preachers).
Algo más lustrosas, como corresponde al fuste de sus propuestas, fueron las actuaciones precisamente de los Manic Street Preachers (primando sus hits por encima de su producción más reciente) y Cat Power (quien tardó en entrar en calor por problemas técnicos) en el escenario Trident, al igual que la rotundidad desplegada por Triángulo de Amor Bizarro, Tachenko, Los Nastys, Jero Romero, Maronda o los locales Skizophonic. Este último listado forma parte del contingente de bandas estatales que no siempre tiene un encaje óptimo en el FIB, limitado también por la buena acogida que gran parte de nuestra escena obtiene en otros festivales que han ido pululando pro nuestra geografía en los últimos años, todo hay que decirlo. Aunque también es verdad que complicado lo tienen a veces para hacer oír su voz en escenarios adjuntos y horarios más intempestivos, dada la acaparadora orientación hacia estímulos teñidos con los colores de la Union Jack que se gasta esta cita desde hace ya un buen tiempo.
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