Bajo la cúpula del almirante
El hamam del amigo de Cervantes renace en Estambul tras su restauración
Tanta gente sufre hoy en síndrome de Stendhal ante tantos lugares disímiles que se ha vulgarizado hasta ser algo así como un catarro pandémico, una moda que se pasa enseguida y que se perpetúa con un autorretrato con el teléfono celular (vulgo autofoto, ¡vaya palabro!) ante el objeto arquitectónico de deseo, ya sea antiguo o moderno. Lo cierto es que ese pálpito estético existe y puede llegar su contagio tanto en espacios abiertos como cerrados, aunque mejor es el estremecimiento y la piel de gallina donde hay paredes que contengan desde el aire al flujo de las emociones, si no inexplicables, por lo menos intensamente placenteras, sin descartar un cierto desasosiego. Esto es lo que pasa la primera vez que se está bajo la cúpula de la sala de baños del hamam de Kiliç Ali Pasa, en Estambul.
Cuando logré encontrarlo la primera vez, gracias a la intervención de un guía circunstancial y no profesional, Memek, un filósofo peripatético y aficionado al fútbol que tiene siempre respuestas para todo y soluciones para los grandes problemas del mundo, el hamam estaba ruinoso y decadente, pero lleno de magia interior: la madera crujía y olía a alcanfor. Su fachada clásica con las ristras de delgados ladrillos rojos se alternaba con el mármol que ya no parecía mármol y unos goznes de mohoso hierro secular. En el mundo oriental, la precariedad o recurrencia de algunas fachadas suele desvirtuar lo que se encontrará en el interior, la densidad poderosa de los espacios que preceden. Aquí es cuando llega ese golpe seco en el diafragma, una vez atraviesas la puerta de casetones que quizás allí tienen otro nombre y recuerdan en su diseño muy vivamente a las puertas nazaríes. No son iguales, pero algo tienen de familia. Ahora unas letras doradas muy nuevas (aún la pátina del tiempo no las ha hecho madurar) rezan la fecha de 1580 como año de su fundación. Memek, que no es un guía al uso, resulta realmente un interesado en la historia de su ciudad, a la que ama con un cierto tono de desdén crítico del que luego se disculpa con sus dosis de poesía popular, dice: “Muchos han criticado la restauración del hamam argumentando que ha perdido su sabor, pero yo digo ¿a qué sabe una ruina con goteras? Ahora está precioso”.
Al llegar a la ciudad, Kiliç pensó que necesitaba un baño digno de su leyenda
Kiliç Ali Pasa es leyenda a pesar de haber existido en carne, turbante y hueso. Kiliç tiene como primera acepción “espada”, pero también se usa para significar muchas más cosas. Todo eso sería más ajeno o distante si no fuera porque Miguel de Cervantes fue su compañero de prisión y de aventuras en Argel y su biografía, contada y cantada desde antiguo, resulta una sucesión de acontecimientos a cual más increíble. Para empezar, se sabe que nació en Calabria en torno a 1519 y que sus progenitores eran buenos cristianos vinculados a la muy notable familia Dionigi-Galenii, en un tiempo donde aún tenían su función las vetustas torres sarracenas por todo el sur de la península hasta Basilicata y visibles desde el Mar Tirreno. En pocas palabras, siendo un jovencito lo capturaron piratas argelinos y lo llevaron a galeras, de donde al parecer escapó dos veces hasta entrar en la servidumbre de Solimán el Magnífico, sultán con fama de cruel. Viendo el panorama, se convirtió en musulmán y se cambió por primera vez el nombre. Ahora se llamaba Uluç Ali, que quiere decir ‘buen converso’, demostrando ser un aguerrido combatiente y navegante hasta que llegamos a la batalla de Lepanto en 1571 donde arrasó con todo lo que se le puso enfrente hasta ser condecorado como almirante mayor, un Kaptan Pasa, que le inspiró a cambiarse el nombre por segunda vez y es así como entra en la literatura de la época. A partir de ahí fue Kiliç Ali. Cervantes y Kiliç se conocen en cautiverio cuando aún se llamaba Uluç y el calabrés vuelve al sitio para liberarlo; a veces esto se cuenta de otro modo y la fantasía llega a poner a Cervantes, encadenado, acarreando piedras para construir el hamam. Cervantes mete a Uluç-Kiliç en el Don Quijote como una muestra más de síntesis del agradecimiento, pero también el almirante está en varios cantares sicilianos, algunos hablan de raptos y hasta hay un “buratino” (marioneta) que lo representa.
Los lucenarios en forma de estrellas evocan el cielo y las columnas del hexágono hacen música
Al llegar a Estambul Kiliç pensó que necesitaba un hamam digno de su leyenda y se lo encargó al arquitecto Mimar Sinan junto a un grupo de edificaciones convivientes de las que hoy sólo sobrevive el baño en sí. El hamam era un sitio exclusivo y lujoso para uso de los marineros de rango, y su silueta dominada por la cúpula central atrae como un imán y es que en su suave ondulación, recuerda a Santa Sofía. Hay algunas cosas en las serenas proporciones de sus simetrías que rozan la perfección y lo sitúan en el último esplendor constructivo otomano, cuando Constantinopla aún deslumbraba al viajero veneciano o al holandés, y así encontramos en la ciudad de los canales o en Rotterdam referencias de viajeros que hablan de Kiliç y su hamam.
El camegah o salón principal ha cambiado, la pasarela alta reluce con un nuevo barniz y acaso la madera es parcialmente nueva, lo mismo pasa con las enormes losas veteadas. ¿Cuántos años tienen los mármoles, fríos o tibios pero siempre húmedos, cuarteados y ciertamente impuros sobre el que pones el culo para relajarte con la sola intermediación del pastemall, ese trozo de lienzo simple? “Es imposible saberlo”, insiste Memek, “Estambul es pionera en eso que se da en llamar hoy “la reutilización de elementos ancestrales”. En la gran sala fría no hay frío y el aire se lamina de vapor, del rumor constante y variado de los chorros de agua que se mezclan a la voz humana, que aun volviéndose queda, tiene su refluir en el eco abovedado, esa salmodia sorda tan prodigiosa como envolvente y característica de las construcciones de otro tiempo. Los lucernarios en forma de estrellas evocan el cielo y las columnas del hexágono hacen música también con los arcos lobulados que dan sombra a los nichos y las piletas tintineantes; los cazos para verter el agua ahora son de un nuevo aluminio, los viejos, que eran de cobre y con abolladuras, no se tenían en pie, pero hay algo de razón en los lugareños que murmuran del perdido sabor de antaño. Stendhal lo sabía, y así describe su fascinación por lo vetusto en aquel viaje a Italia que acabó precisamente en Calabria, la tierra donde nació Uluç-Kiliç.
Cervantes evoca al amigo Uluç
"…el Uchalí, al cual llamaban Uchalí Fartax, que quiere decir en lengua turquesca 'el renegado tiñoso', porque lo era, y es costumbre entre los turcos ponerse nombres de alguna falta que tengan o de alguna virtud que en ellos haya; y esto es porque no hay entre ellos sino cuatro apellidos de linajes, que decienden de la casa otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre y apellido ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo. Y este Tiñoso bogó el remo, siendo esclavo del Gran Señor, catorce años, y a más de los treinta y cuatro de su edad renegó, de despecho de que un turco, estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar dejó su fe;y fue tanto su valor, que, sin subir por los torpes medios y caminos que los más privados del Gran Turco suben,vino a ser rey de Argel, y después a ser general de la mar, que es el tercero cargo que hay en aquel señorío" [del libro "Don Quijote de la Mancha". Edición de Francisco Rico. Punto de Lectura].
Babelia
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