Víctor del Árbol: “Voy a arañar el alma del lector”
El escritor catalán se consolida como autor de 'thriller' literario con ‘Un millón de gotas’. Es invitado de la Semana Negra de Gijón
Tardará Víctor del Árbol (Barcelona, 1968) un tiempo, si alguna vez se lo plantea, en hacer un libro infantil porque escribe con las vísceras, con la misma loca pasión desenfrenada de la escultura que representa ese Quijote (o Cervantes, da igual) sentando en una silla blandiendo la espada al cielo que adorna uno de los estantes de su escritorio. Justificadísimo. Lo puede comprobar desde la primera línea quien se asome al abismo de su Un millón de gotas (Destino), cuarta novela, de nuevo intenso thriller literario a partir de una doble trama, su recurso preferido: un abogado quiere saber por qué su hermana, mosso d’esquadra, se ha suicidado mientras investigaba una red de pornografía infantil; por otro, sospecha que no supo nunca quién era su padre, dudoso héroe antifascista que vivió la URSS de la revolución… y de sus gulags, progenitor del que se revive su historia que acabará asomando por la actualidad.
“Cuando escribo, vivo”, suelta Del Árbol en medio de su biblioteca, donde no abunda la novela negra y sí en cambio el Vázquez Montalbán menos carvalhiano y Marsé, mucho. “Vázquez Montalbán racionaliza los sentimientos y me interesa pero Marsé trabaja la inteligencia emocional, me enseñó que la buena literatura se puede hacer desde la emoción y que aunque se narre desde la tercera persona, puede haber calor, cercanía…”. Como le ha traspasado a uno de sus personajes, prefiere Hemingway a Scott Fitzgerald, como también constatan sus anaqueles. “Hemingway hace diálogos como duelos de espadachines y tiene más vida, más rabia y fuerza al narrar; Fiztgerald es más intelectual…”.
De esas pulsiones están hechos sus personajes, a los que zarandea entre el bien y el mal más absolutos, y de los que Del Árbol disecciona sus tribulaciones frente al lector sin contemplaciones, con esa mirada fría del demiurgo tan de los novelistas rusos que le gustan. “Las batallas interiores son las reales; me interesan las contradicciones de personajes heridos y jugar entonces con los prejuicios sociales; yo he conocido monstruos que tienen sueños, que imaginaban que eran personas normales; sí, soy un escritor de la emoción, pero huyo del patetismo”. ¿Visceral? “Sí, pero no es algo calculado: yo voy a arañar el alma del lector”. ¿Sin redención posible para esos seres torturados, por más que lo intentan? “Nunca he creído en el perdón de los demás sino en el de uno mismo, que es la única redención válida en la vida”.
Como uno escribe a partir de lo que es o vivió, la génesis de Un millón de gotas, como en toda la obra del escritor, parte de una imagen que dice mucho de él. “Paseaba por el barrio gótico de Barcelona con mi padre, que es de Almendralejo, y, tocando una pared antigua, dijo: ‘Me gusta la piel de las piedras’; me sorprendió porque no es nada poético y tiene una educación elemental… fue entonces cuando me di cuenta de que no sabía quién era mi padre ni cómo era antes de serlo; yo soy el primogénito de seis hermanos: mi madre tenía 14 años y él 20 cuando me tuvieron, así que les cambié la vida…”.
Se confiesa Del Árbol cerca de un gigantesco Buda de mosaico que preside la terraza de su espectacular vivienda unifamiliar en Santa María de Palautordera, jardín donde escribe en realidad porque ahí puede fumar sus cigarrillos ultrafinos. Hay otro buda inmenso, éste pintado, que rige el comedor. “No soy budista, pero me impresiona: éste tiene los ojos cerrados y lo ve todo; me da paz”. Si profesara esa religión no haría más que aumentar su leyenda, en parte justificada. Por ejemplo, fue seminarista. “De muy chico conocí a un sacerdote obrero, de los que querían cambiar las cosas en las barriadas humildes y eso me pareció útil y quise imitarle; el problema es que topé con el dogma y la fe y conocí a la que sería mi primera mujer”. El afán para hacer por la comunidad le llevó a la policía municipal y, en 1992, a los Mossos d’Esquadra, la policía autonómica.
Dicen los franceses que soy el escritor del dolor… No hago novela negra pura, hago mélange"
Del choque entre el hacer cumplir las leyes y el ideal de justicia con lo que veía y sabía por el oficio, que hacía ya trastabillar su discurso, le salvó la literatura. Dio ya un aviso su primera novela, El peso de los muertos, que ganó el premio Tiflos en 2006. Con la segunda, la inédita El abismo de los sueños, quedó dos años después finalista del Fernando Lara. Sería la tercera, La tristeza del samurái (Alrevés), la que le cambiaría la vida en 2011: Prix du Polar Européen del Festival de novela negra de Lyon y traducida a 14 idiomas. Un éxito en Francia que casi repitió el año pasado con Respirar por la herida, finalista como mejor novela del Festival de Cine Negro de Beaune. “Dicen los franceses que soy el escritor del dolor…, en realidad, yo no hago novela negra pura, hago mélange…”, se le escapa la palabra en francés. Del Árbol es, en ese sentido, medio afrancesado: los estantes cobijan a mucho Tournier y Echenoz en su lengua original, hasta hay un Lorca en francés. Pero sobre todo florece Albert Camus, revistas monográficas incluidas. “Compro todo lo que sale de él; también he leído a Sartre, pero me parece más vivencial Camus… ¿Qué me atrae? La ausencia del padre, la falta de raíces —era un pied noir--, el compromiso ético y político, el tema del absurdo… Camus, en el fondo y desde el pesimismo, ama al ser humano”, dice sobre el padre de La peste pero quizá perfilando un inconsciente autorretrato.
Acaba de cumplir hace poco Del Árbol el ritual de dedicar un ejemplar de su último libro a un lector anónimo y depositarlo en unas cuevas cercanas al monasterio de Montserrat (“no tengo una dimensión religiosa pero sí una idea trascendente de la vida; en cualquier caso, el azar es una manera de llamar al destino”). No deja de ser otro componente mítico en su biografía de escritor, oficio al que llegó también con una porción de leyenda, ayudado por vivir en el barrio de Torrebaró, duro suburbio de la conurbación de Barcelona. “Mi madre se iba a trabajar y ante la ausencia de mi padre, como no sabía dónde dejarnos, nos aparcaba en la biblioteca pública; mis hermanos huían pero yo me quedaba y empecé a leer cómics, luego La Odisea… Esa tranquilidad, ese silencio, esa calma… allí no había yonquis, ni los chorizos entraban…”.
De leer a escribir, un paso natural. “Tenía 13 o 14 años: una noche me puse a describir lo que veía por la ventana: unos gitanos arrastrando una bañera mientras llovía a cántaros y el agua bajaba por la torrenteras”. Guarda esa libreta. En realidad, conserva unas mil porque aún hoy escribe primero las novelas a mano, en cuadernos de espiral y hojas cuadriculadas, cargadas de esquemas y flechas y personajes en unas páginas que acaban como figuras cabalísticas. “Al pasarlo al ordenador el texto ha reposado y me permite pulirlo”. No sacaba en el colegio buenas notas, por lo que cree que lo suyo es “un poco de talento innato, una percepción muy abierta a la realidad vivencial, tuve que dejar de ser niño muy pronto”. Así, hoy, en sus novelas, admite, “gano yo: busco en mí mismo, teorizo sobre el instinto y me ayuda a poner orden en mi mundo interior; soy mejor persona cuando escribo”.
Es peligroso citar una novela a Del Árbol porque, si no la ha leído, al poco la comprará y lo hará. “En casa de mis padres estábamos suscritos a Círculo de Lectores y antes de los 15 años me tragué todo Vázquez Figueroa y de todo; luego llegaron Herman Hesse y Dostoievski y el salto lo di con Sender y, sobre todo, Delibes… Ahora, para distraerme, leo Anna Karenina: se trata de encontrar unos referentes, Camus o Miguel Ángel Asturias, y luego leer por encima y por debajo”, fija. Anómalo en un autor como él, se muestra muy autocrítico. “Debería leer cosas más actuales”. También se exige en su escritura. “Tengo que dejar de ser tan solemne y dar algunas respuestas, mis personajes sólo plantean preguntas: se toman la vida demasiado en serio; también mis textos deben ser más cortos”.
Ni se inmuta si se le reconoce que domina bien la dualidad de planos narrativos, su capacidad para enhebrar frases que hacen reflexionar o que, junto a Carlos Zanón y Dolores Redondo, es de lo más fresco que le ha pasado al género. Parece tener muy claro a dónde quiere ir como escritor. “Dentro de unos años se verá. Acepto las etiquetas de novela negra para ganar lectores pero para mí lo importante es tener una voz narrativa fuerte y sé que aún se me pierden cosas en el camino entre la cabeza y la mano… Sí, controlo el juego de la memoria y el pasado, quizá porque me gusta tener partes oscuras en mi vida; están las ausencias del padre, las infancias perdidas con niños de por medio, la violencia de género y esa atmósfera negra… Todo eso está en mis novelas, sé que domino esos ámbitos y el registro del dolor, pero quiero más cosas”.
Dice que sabe que nunca en España ganará un gran premio de novela negra (“aquí se busca otro tipo de literatura que no es la mía y por ahora no quiero crear un personaje detectivesco”), le duele que estando traducido en 14 idiomas no lo esté en catalán (“todos queremos ser profetas en nuestra tierra”) y que claro que mantendrá las características de su estilo, “pero quiero seguir creciendo”. Espera que se vea en la novela en la que trabaja ya, sobre la locura y los estereotipos del amor, con una mujer de 47 años que se enamora de un chico de 17. Eso sí, con el sello trepidante y duro, visceral, que le caracteriza: “En una atmósfera excesiva cabe todo… si la sabes contener”. Justo hasta arañar el alma humana.
Babelia
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