Antoni Arissa, el eslabón perdido de la fotografía española
La primera antológica dedicada al cámara catalán descubre su trabajo entre 1922 y 1936
Impresor, tipógrafo y fotógrafo, Antoni Arissa colgó la cámara después de la Guerra Civil, cuando en España se cerraron todas las posibles ventanas a su frágil apuesta artística. Cuando murió, en 1980, su familia —como el resto del mundo— ignoraba el enorme valor del trabajo que realizó entre 1922 y 1936. Por eso, cuando vendieron la casa familiar de Barcelona, en 1982, tiraron la mayoría de los negativos de cristal del padre y malvendieron el resto a un chamarilero del viejo mercado de los Encantes. Ayer, sus descendientes (hijas, nietos y hasta bisnietos) reconocían el desastre ante la impagable retrospectiva que le dedica en Madrid la Fundación Telefónica, uno de los platos fuertes de PHotoEspaña, que pivota alrededor del exhaustivo trabajo de investigación y restauración llevada a cabo por los historiadores Rafael Levenfeld y Valentín Vallhonrat, quienes no dudan en calificar a Arissa como el “eslabón perdido de la historia del arte de vanguardia español”.
Arissa viajó del pictorialismo imperante a principios del siglo XX a un arte experimental en el que los detalles y la luz tomaron todo el protagonismo. Usó su vida y sus objetos cotidianos para crear. “Poco a poco, prescinde de los rostros. Se vuelve cada vez más abstracto”, explica Valentín Vallhonrat.
Fueron las copias vendidas en los Encantes las que pusieron en la pista a los primeros investigadores. En ellas se descubría esa mirada de enorme originalidad y fuerza. Un fotógrafo profesional admirado por aquel trabajo desconocido compró el lote y el Museo Nacional de Arte de Cataluña se lo adquirió. Esta institución, junto a la Universidad de Navarra y la propia familia Arissa, poseen lo que queda del legado del fotógrafo, del que apenas sobreviven una treintena de copias de época. “Sí, claro que nos tiramos de los pelos”, reconoce su nieta Helena. “Mi madre y sus hermanas, pese a que mi abuelo lo guardó todo durante años ordenado y clasificado, lo tiraron sin más, conscientes de lo que hacían pero ignorando su valor. Mi abuelo contaba poco de sus fotos. Era algo del pasado, y del pasado no se hablaba”.
La fotografía formaba parte de un sueño de modernidad que Arissa zanjó después de la contienda. Aparentemente no lo hizo por motivos políticos (“él era de esos que no se mojaron”, confiesa un familiar), sino porque la avanzadilla estética ya no le interesaba a nadie.
María Ángeles, una de sus hijas, se reconocía ayer en una de las series rescatadas que forman parte de las 160 imágenes que se pueden ver hasta el 14 de septiembre. En ella, una preciosa niña rubia juega semidesnuda con un reloj. “Las veo y ni siquiera recuerdo cuándo me las hizo. No te dabas cuenta de nada. Mi padre nos usaba a nosotras y a los trabajadores de la imprenta como modelos. Pero nunca mezclados… no nos dejaba bajar nunca, ¡le daba miedo que nos enamorásemos de alguno!”. Su hermana Margarita murió hace un año. Es la expresiva niña de la serie El grito. Su hija Mercedes mira acongojada el dramático díptico. “A mi madre siempre le tocaba llorar o gritar, por eso no le gustaba posar”.
Arissa trabajó la fotografía familiar e infantil de una forma onírica, alejada de cualquier corriente. “Sus niños abandonados y perdidos nos retratan una infancia cercana a los cuentos de los Grimm o Andersen”, explica Vallhorant. Así, desde las imágenes pintorescas de sus primeros años a la fotografía final de un hombre perseguido por su propia sombra se forja una mirada tan precisa y original que cuesta creer que cayera en el abismo del olvido. “Solo esperamos que con esta exposición se arroje luz donde jamás tuvo que haber sombra”.
Babelia
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