¿Cómo ser fiel a un harén?
Si la unión de Balcells y Wylie fuera un beneficio para los autores, sería causa de júbilo. No lo es
En el siglo primero de la era cristiana, el poeta Marcial se quejaba de que, para ser leído, sus manuscritos necesitaban “volar” a la tienda del librero para encontrarse con sus lectores. Ese modesto intercesor, el librero, se ocupaba de reproducir y poner a la venta las obras que le eran confiadas. A veces el autor pagaba por este servicio, a veces era el librero que adquiría los derechos de la obra y guardaba para sí el dinero de las ventas. Esta relación tripartita —autor, librero-editor y lector— duró casi 2.000 años, hasta que, a fines del siglo XIX, un cuarto personaje entró en la escena literaria: el agente. No sabemos quién fue por primera vez quien imaginó hacer de Celestina entre el autor y el editor (y por tanto, entre el autor y su público), pero uno de los precursores de este curioso oficio fue el poeta y editor William Ernest Henley, compañero de Stevenson y de Kipling. Con Henley se inicia la tradición del agente literario como camarada, consejero, banquero y confidente del autor.
Sin embargo, las actividades literarias, como todas las otras en nuestro mezquino mundo, han seguido en las recientes décadas la tendencia industrializante y multinacional de nuestra sociedad. Proclamando razones de eficiencia y economía, los grandes grupos de comunicación, con apetito voraz, han devorado a muchos de los editoriales independientes; las cadenas de librerías han eliminado a las librerías más pequeñas, y ahora dos de las agencias literarias más importantes —Andrew Wylie y Carmen Balcells— se han unido para formar una suerte de supermercado de autores. Si esto significara un beneficio para los autores mismos, la unión sería causa de júbilo. Desgraciadamente, no lo es.
Quizás haya actividades que funcionan mejor en conglomerados gigantescos, pero sé con certeza que la actividad literaria no es una de ellas. La literatura exige intimidad, discreción, fe en unos pocos primeros lectores privilegiados. Solía ocurrir que el editor era uno de esos lectores, y también el agente. Pero, ¿cómo ser fiel en un harén? ¿Qué confianza puede tener un escritor en una agencia descomunal en la que, necesariamente, y por razones comerciales, sus intereses vendrán a la zaga de los de autores de fructuosos best sellers? En las editoriales asimiladas a uno de esos grupos gigantescos, un autor no sabe quién será su interlocutor, que suele cambiar de un día para otro; así será también en una megaagencia.
La relación que estableció Henley con Stevenson era una de confianza y amistad (como la que tengo la fortuna de tener con mi agente, Willie Schavelzon). En cambio, en estos conglomerados multinacionales, todos somos perdedores, salvo los patrones: los autores, los editores y, por sobre todo, los lectores que recibirán los frutos de matrimonios forzados y canjes de conveniencia. El gigantismo no es propio de la creación artística. Hace algunos años, el biólogo David Suzuki observó que en el mundo hay sólo dos entes que creen en el crecimiento ilimitado: las multinacionales y las células cancerosas.
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