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“¿Qué fue de la señora Síntesis?”

Juan Cruz

Recostado en la cama, Onetti se preguntaba el 6 de enero de 1993 (a punto de publicar Cuando ya no importe) qué demonios había pasado “con la Señora Síntesis”. En un artículo se había preguntado por qué los periódicos no tenían en su nómina “al señor Fuentes”, habida cuenta de lo que lo usábamos los periodistas, a los que él llamaba reporteros. “Fuentes, siempre están citado fuentes, y quién será el señor Fuentes?”.

“Los reporteros son tan tontos”, decía. “¿Y qué me vas a preguntar? Los reporteros siempre preguntan lo mismo: ¿para qué escribes, para quién escribes?”. Es evidente que usted se divierte escribiendo, al menos. “Ya. Se puede decir así. El placer de escribir es muy grande. Ahora escribo una cosa, recuerdos, inventos. Hago el descubrimiento del cadáver de la Señora Síntesis? ¿De qué murió Síntesis? Todos los periodistas, para no tragarse todo un discurso de un ministro, damos la apretada Síntesis. ¡La apretaron tanto que la pobre se murió! Hay cantares de ciego sobre la muerte de la Síntesis, ¡cosa grave!”.

Se tomaba a broma. A una chica que lo miraba le dijo: “¿Te fijas en que tengo un solo diente? Te advierto que tengo una dentadura perfecta, pero se la he prestado a Mario Vargas Llosa”.

Ahí recibía; delante estaba el jardín que le había hecho Dolly, una mujer inteligente y risueña, la paz de Onetti. Serio como Bogart, él hacía reír; se reía de sí mismo, primero, y luego se burlaba de los reporteros. “Son tan tontos”. ¿Y los escritores? “Hay una cosa que me molesta, y trato de tomar en broma: los lugares comunes. Hay cosas que me irritan, sobre todo en gente joven, el empleo de lugares comunes. Yo no sé…, por ejemplo, esto…, bueno, es un amigo mío, un colega, mejor no hablar… Leí un fragmento y está todo hecho con lugares comunes, con frases hechas. Si a mí se me ocurre una frase hecha, en ese momento siento como un golpe en la mano, en el cerebro, un rechazo, no puedo hacerlo”.

La literatura la mantenía “con interés, con cariño… He escrito tanto, tal vez demasiado, dirán algunos. No hay ningún personaje sobre el cual yo haya escrito al que yo no le tenga cariño, aunque sea un canalla, aunque sea un bandido. Si no lo tuviera, yo no podría escribir”.

A veces los personajes vienen “de tantos libros que leí”; se produce luego “una selección inconsciente tal vez…”. Hay palabras, decía, del castellano castizo, ese castellano de los peninsulares (excluía a gallegos y canarios) “que me matan, que no soporto”. Se reía de lo que decían sobre su cuerpo de escritor, “que para mí escribir era como hacer el amor… Bueno, no sé lo que sientes tú cuando haces el amor, te hablo de lo que siento yo, lo que sentía yo: una entrega total, fuera del mundo”. En momentos así surgen los personajes, “cuando dudo de mi estado mental; los quiero vivos a los personajes”. Los doblega, “somos muy amigos”.

Para todo tenía un sucedido. Jorge Amado, por ejemplo. El escritor brasileño le pidió prestado su apartamento de Montevideo; estaba el novelista exiliado, era 1941. Onetti le dejó las llaves al portero, y le advirtió: el señor Amado tiene una cita clandestina con el secretario general del Partido Comunista brasileño. Días después regresó a buscar la llave. ¿Y vino el señor Amado?, preguntó Onetti al conserje. “Sí, ¡y qué tetas tenía el secretario general del Partido Comunista brasileño!”. A Julio Cortázar no le perdonó que tratara mal al peruano José María Arguedas. A Cela no le perdonó que tratara mal a Antonio Muñoz Molina, de quien fue ferviente admirador. Y en esa conversación del 6 de enero de 1993 (en la que estaba la poeta y novelista Dulce Chacón; Dolly iba y venía, su presencia era la casa misma), este hombre memorioso y simpático, acaso el más simpático de los escritores que conoció este reportero, relató un encuentro que otros hicieron célebre por lo que le dijo a Mario Vargas Llosa, quien años después escribiría un libro extraordinario sobre la literatura de Onetti, El viaje a la ficción.

Contó Onetti: “Una vez nos encontramos con Mario y con Patricia, su esposa, en San Francisco. Terminaba el plazo de su habitación, y pasaron a la nuestra, yo estaba con [el escritor uruguayo Carlos] Martínez Moreno. Después ellos tomaban no sé si avión o tren para ir a Los Ángeles. Mario me contó que trabajaba en ese tiempo en la radio francesa, y empezaba a las diez de la noche, que luego volvía a casa y se ponía a trabajar de tal hora a tal hora, eso leí también que hacía García Márquez, que decía que tenía unos horarios fijos para escribir. Yo eso no lo concibo, me parece admirable tener eso. Entonces yo le dije a Mario: mira, lo que pasa es que tú tienes un amor conyugal con la literatura, tú estás obligado a cumplir con tu señora esposa y yo tengo un amor de pasión, absolutamente no conyugal, y entonces hago el amor porque me da la gana, cuando tengo ganas. De la misma manera escribo cuando me da la gana. Yo no podría escribir de tal hora a tal hora, yo escribo, yo qué sé, estoy leyendo un bodrio policial y de golpe me viene el ataque y agarro y escribo”.

Sobre agendas viejas escribía. Con ritmo musical, como si de su cerebro partiera la existencia de personajes que no conoció nunca, pero que vivían con él en aquella cama de hospital en la que pasó los últimos tiempos de su vida, hasta que murió en la ciudad que le dio exilio. El reportero (“Son tan tontos los reporteros”) le apuntó al final de aquella conversación que en su literatura no se nota el paso del tiempo. Él dijo, con la ironía de la que estaba lleno: “Bueno, me alegro. Que siga así”. Era, otra vez, su homenaje a la Señora Síntesis.

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