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Festival del humor sobre la pasarela

Estampados irónicos y prendas que bordean el ridículo buscan romper con la seriedad habitual de la industria

Eugenia de la Torriente
Un modelo de un desfile de Jeremy Scott para Moschino luce una camiseta con la cara de Bob Esponja.
Un modelo de un desfile de Jeremy Scott para Moschino luce una camiseta con la cara de Bob Esponja.L'ESTROP

Vaya por delante que no es el humor la virtud que más adorna a la moda. Seguramente porque es más difícil reírte de ti mismo cuando ya son muchos los que te encuentran absurdo. Teniendo en cuenta lo fácil que es ridiculizar a la industria y a algunas de sus actitudes hace falta mucho aplomo para que un diseñador acepte voluntariamente convertir a sus criaturas en un asunto risible. Por no hablar de que provocar carcajadas por la calle no es precisamente lo que la mayoría de sus clientes busca al vestirse. Sin embargo, en las últimas colecciones los chistes han dejado de ser algo inconcebible sobre las pasarelas.

¿Qué? Estampados irónicos, mensajes sarcásticos, logotipos transformados y prendas que bordean el ridículo. En el mejor de los casos, y siendo muy optimistas, todo ello busca emparentar con el legado surrealista de Elsa Schiaparelli, quien en los años treinta trajo luz, provocación y ligereza al vestir con sus colaboraciones con Dalí o Cocteau. Una herencia de diversión juguetona que pocos —como Zandra Rhodes, Franco Moschino, Gianni Versace, Jean-Charles de Castelbajac o Jean Paul Gaultier— se han atrevido a continuar después.

¿Cómo? Como en casi todo, hay grados. Es muy posible que Karl Lagerfeld sea el más mordaz de los diseñadores contemporáneos y sus dos últimas colecciones de prêt-à-porter para Chanel se apuntan a la sátira —del mundo del arte y del consumo respectivamente— pero solo a través de la puesta en escena. En la ropa para esta primavera asoman guiños en forma de trampantojos, collages y hasta bricolaje, pero Lagerfeld sabe que lo último que las clientas de Chanel quieren parecer es una broma. Por eso guarda su munición socarrona para el envoltorio. Más atrevida es la británica Mary Katrantzou que, tras experimentar con lápices o máquinas de escribir, estampa gigantescos zapatos sobre sus vestidos. En conjuntos no aptos para hombres tímidos, Ana Locking juega con el símbolo del dólar en colores fluorescentes y Riccardo Tisci desmenuza radiocasetes para Givenchy.

¿Dónde? Nadie puede acusar a los iconoclastas Bernhard Willhelm y Jeremy Scott de apuntarse a tendencia alguna. Llevan años defendiendo esta idea y han hecho del humor parte esencial de su discurso. Pero, curiosamente, ambos han recuperado últimamente la relevancia. El primero a través de una colaboración con Camper que ha dado nueva visibilidad a sus delirios. El segundo disfruta de un renovado un protagonismo gracias a su primera colección para Moschino (la de otoño/invierno 2014) en la que, obviamente, ha vuelto a hacer de las suyas. Transforma envases de palomitas y chocolatinas, latas de cerveza y McMenús en vestidos de noche y trajes de inspiración Chanel. Muy propio de Scott, que en 2009 explicaba así su filosofía de diseño: “De niño veía la tele y quería pertenecer a ese mundo de ropa alucinante y entretenimiento. No deseaba ser diseñador de moda exactamente. Lo que adoraba era la cultura pop, era un estudioso de ella”.

¿Por qué? Este festival del humor se inscribe en una recuperación generalizada de los aspectos más lúdicos del vestir tras un arranque de década marcado por la austeridad y el minimalismo. Hay ganas de color, estampado y, por qué no, de un poco de intrascendencia. Tal vez no haya mejor manera de certificar la muerte de la seriedad que la manera en que las formas se liberan y los estampados se desatan en la colección de Céline. Sobre todo porque Phoebe Philo fue la mujer que inauguró la era de la contención en 2009 y es todo lo más que su estilo podría acercarse a lo jocoso.

¿Vale la pena? Ningún chiste está hecho para durar demasiado. Así que no se puede esperar que estas prendas, además de despertar sonrisas, resistan el paso del tiempo. Finalmente, la decisión de subirse o no a este tren de la risa depende mucho del sentido de la gracia y de las ganas que uno tenga de pasárselo bien. Aunque solo sea durante un rato.

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