Comer como dios
Los chefs elevados a categoría de chamanes, las secciones de los diarios y revistas destinados a la gastronomía selecta, los abusivos y empalagosos programas de la televisión están alcanzando un efecto contrario a sus pretensiones ostentosas, sean culturales o no. En vez de acentuarnos el gusto de comer bien nos han volcado al vómito de sus supuestos platos cuidados, manoseados y exquisitos. Y he aquí la encrucijada: la distinción, lo elegante, lo deseable no es este granel de altivos cocineros sabihondos sino el punto particular de cada cosa, su singularidad y su natural precariedad.
Ahora sin embargo nos hallamos empapuzados de recetas obtusas y procedimientos de cocina. De programas que exaltan la importancia de una y otra cosa hasta hacerlas todas, desde la cebolla a la caballa, un pasto en el presunto bien hacer del fogón. El fenómeno es parecido a la religión del Opus en los peores momentos de su prosperidad. Platos y platos servidos con la mayor de las ceremonias que como consecuencia de su abundancia no dan sino en un barroco de baja estofa que proclama las bondades de un plato cualquiera con el falso hechizo de su pretencioso y engalanado creador.
El fenómeno sobrepasa una moda para convertirse hoy en uno de los signos más patentes de nuestra decadencia cultural. No podemos más con esta inflación del asqueroso paladar porque todo lo que se presenta como refinado es ya una vulgaridad, todo lo que se muestra como un manjar es un emético para inteligencia o sentido común.
Estamos empapuzados de recetas obtusas y procedimientos de cocina
Los profesionales tienen derecho a ganarse la vida con sus especialidades. Nada que objetar, cada uno se gana la vida como puede. Pero hay ya demasiados espacios en papel, en la Red o en televisión como para poder definir esta corriente como una falsaria y ridícula grande bouffe difícil de soportar y asimilar.
¿Programadores y directores mediáticos inertes o salaces? Nada de todo esto. Son, al parecer, dirigentes pasivos que se complacen con el plato preparado en las mañanas de la La 1 o en las tardes noches de otra emisión. El espacio atufa sin cesar. Y no a una mala cocina sino a una cocina de pacotilla que abotarga el juicio, empapuza la experiencia y quita con sus artificios las principales ganas de comer. O bien: ya no se come de por sí sino con el pensamiento expuesto a la condimentación. De modo que no sólo son patéticos los directores del espacio sino todos sus “simpáticos” cocineros inscritos en la nómina y hasta el extremo de su grotesca superproducción.
Como efecto —si tuviera efecto— ya no podríamos comer con sosiego una sopa de cocido con fideos, sino como travestís de un género doméstico bajo el signo directo de la decadencia nacional. E internacional.
La comida puede ser un goce inmediato pero es ahora proclamada como una reflexiva experimentación mediática y cultural. Bastantes problemas tenemos fuera de la mesa, como para sembrar el hogar de recetas triviales. Basta ya. Volvamos a ser libres fuera de los dictados de los master chefs televisivos que, con derecho a ganar su salario, no debían ser autorizados a arruinar, a niños y adultos, nuestras ganas de comer por derecho al natural.
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