Lorca reina en Barcelona
Emoción, humor y belleza en 'Doña Rosita la soltera' en el TNC barcelonés, dirigida por Joan Ollé La obra cuenta con un gran reparto encabezado por Nora Navas, Carme Elías y Mercè Aránega
Buena noticia: llenazos en el TNC para ver a Lorca, con grandes aplausos y bravos al final. Doña Rosita la soltera ha vuelto a Barcelona, donde se estrenó (Principal, 1935), con Margarida Xirgu. Y han pasado treinta y tantos años de la Doña Rosita de Espert/Lavelli. Joan Ollé presenta un montaje estilizado, minucioso, lleno de emoción, humor y belleza, que parece dirigido frase a frase y gesto a gesto. La función sigue relumbrando. Bajo su engañosa apariencia de acuarela lírica es una de las piezas mayores de Lorca, mucho más sutil y honda de lo que parece: un poema trágico, sabiamente estructurado, sobre la corrosión de la espera y el tiempo.
Tres actos: 1885, 1900, 1910. Sebastià Brosa firma la escenografía. Al principio, el espacio blanquísimo, casi futurista, con invernadero al fondo, parece prometer un estilo entre gélido y germánico (a lo Peter Stein), pero es una impresión fugaz, porque ese lienzo va a ser pintado, delicadísimamente, por la luz prodigiosa de Lionel Spycher. Primer gol: la pasada de lado a lado, casi una danza muda (coreografiada por Andrés Corchero) de doña Rosita (Nora Navas), mientras Paco Ibáñez, que firma la música del espectáculo, canta pletórico de voz y sentimiento.
Un par de pegas: cierta rigidez en el dúo de amor entre doña Rosita y el Sobrino; con un Albert Triola algo crispado. Se roza ahí la parodia del Tenorio, tal vez marcada por la métrica de las décimas. Enric Majó (el Tío) arranca también, a mi juicio, en un registro afectado, casi de cuento infantil, pero al comienzo del segundo acto, dialogando con el Catedrático (impecable Joan Anguera), emboca la precisa combinación de ingenuidad y dulzura del personaje. Escena satírica, de raigambre valleinclanesca, que Lorca utiliza para marcar la entrada en el nuevo siglo.
Las paredes blancas adquieren luego un color verde claro para recibir a las tres Manolas (Laura Guiteras, Marta Betriu, Mireia Llunell). Encantadora escena, con aire de zarzuela disneyana, como si las hadas de La bella durmiente danzaran a la sombra de las sombrillas de Luisa Fernanda: precioso vestuario de Míriam Compte; gracia y liviandad de las actrices.
Nora Navas da espléndidamente el paso de la adolescente soñadora a la mujer herida y la cincuentona que lleva un cuarto de siglo esperando a un hombre que no volverá. Ni Lorca ni Ollé sentimentalizan a la protagonista, doliente y lúcida como la tía Tula que dibujó Unamuno: bien pudo ser una de sus influencias, mano a mano con La señorita de Trévelez de Arniches. Carme Elías es la Tía: ofrece una interpretación naturalísima, contenida y brillante, que hace pensar en Irene Gutiérrez Caba (con irisaciones de Conchita Bardem). El Ama, una Poncia sin amargura, es la descomunal Mercè Aránega, rebosante de gracia y verdad en un papel que es un verdadero regalo: clava las frases sin subrayarlas, como si hubieran mezclado en una retorta a la Florinda Chico de La casa de Bernarda Alba con la Rafaela Aparicio de El sur.
Bajo su engañosa apariencia de acuarela lírica es una de las piezas mayores de Lorca, más sutil de lo que parece
En el segundo acto descienden cortinajes de terciopelo rojo oscuro, con rosas bordadas como golpes de sangre. Su epicentro es la visita de la señora Escarpini (Victòria Pagès), madre amargada, sobresaltada por la ruina, y sus hijas cursis y malévolas (de nuevo, el terceto Guiteras/Betriu/Llunell). Llegan, como una estampida, las dos Ayolas (Alba Pujol y Candela Serrat), dos flappers granadinas que se dirían escapadas, en su brioso galope, de Así que pasen cinco años. Hay malevolencias y canciones al piano; hay alcohol engañosamente dulce (¡qué bien muestra la Pagès la graduación de esa borrachera), e imágenes como dardos: cuando doña Rosita parece haber olvidado la cicatriz de su novio lejano. Parece que Lorca hubiera modelado la velada sobre el doble cañamazo de Galdós y los Quintero, contemplando a la burguesía de su infancia entre la sorna y el afecto. Escena dificilísima, que Ollé monta como si alzara una telaraña a la luz del sol.
Cada acto supera al anterior, y el tercero es una absoluta maravilla. Paredes de nuevo blancas, desnudas, pero ahora con luz de cal bajo un cielo nublado. Vestidos negros, frases vivísimas, de vida que se niega a apagarse, que sigue luchando contra el deterioro. Aquí las tres mujeres están en rotundo primer plano, y Lorca les sirve palabras extraordinarias. Mujeres solas: el Tío murió hace seis años. La casa va a cerrarse, como la de El jardín de los cerezos. El Ama sigue soltándole pullas a la Tía (“Como yo he trabajado mucho, estoy engrasada, y a usted, a fuerza de poltrona, se le han engarabitado las piernas”), pero la quiere muchísimo y se niega a abandonarla, aunque ella no pueda pagarle. Hay que escuchar lo que dice el Ama sobre los muertos, y lo que dicen las dos sobre el infierno, al que quieren enviar a los ricos y, por supuesto, al sobrino felón. De repente cae del cielo el fantástico personaje de don Martín, maestro apocado, poeta secreto al que nadie ha querido, salvo esas dos mujeres que siguen recibiéndole y le tratan con respeto y cariño. Oriol Genís está muy bien, pero le da un trasluz esperpéntico que quizás convendría rebajar para que el muy chejoviano don Martín no se marionetice. El talentazo dramático de Lorca vuelve a advertirse en su forma de retardar la aparición de Rosita y en el tono de su gran monólogo de despedida, pues no llega una mujer vencida, sino consciente de que “la espalda se me irá curvando cada día, pero los ojos los tendré siempre jóvenes”. Los ojos y el anhelo, expresado en esta frase memorable: “Me levanto cada mañana con la esperanza muerta, y sin embargo la esperanza me persigue, me ronda, me muerde como un lobo moribundo que apretara sus dientes por última vez”. Tras el vuelo trágico, la toma de tierra: “Después de todo, lo que me ha pasado a mí le ha pasado a mil mujeres”. Nora Navas brilla a gran altura en ese pasaje, y hay una emoción grande, entreverada de melancolía irónica, en todo el acto, que Ollé monta como Lorca lo escribió: sin pomposidad, sin énfasis. Final bellísimo: la salida de las tres siluetas enlutadas, perdiéndose en un mundo que ya no es el suyo, apoyándose mutuamente, y convencida la Tía de que desde donde esté seguirá oyendo el golpear de la puerta del invernadero en la casa cerrada. Gran obra, gran función.
Doña Rosita la soltera. De Federico García Lorca. Dirección: Joan Ollé. Intérpretes: Joan Anguera, Mercè Aránega, Marta Betriu, Enric Cambray, Carme Elías, Oriol Genís, Laura Guiteras, Mireia Llunell, Enric Majó, Nora Navas, Victòria Pagès, Alba Pujol, Candela Serrat y Albert Triola. Música: Paco Ibáñez. Teatre Nacional de Catalunya. Barcelona. Hasta el 6 de abril.
Babelia
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