La misión de Gerard Mortier
Renovó el concepto de ópera contemporánea y dejó un legado ingente en sus cuatro años como director artístico del Teatro Real de Madrid
Gerard Mortier, tras terminar su doctorado en Derecho y realizar un máster en Ciencias de la Comunicación, decidió dedicarse en cuerpo y alma a la ópera, haciendo, en palabras suyas, del teatro “una misión, casi un sacerdocio de la religión de lo humano”. Su profesión fue la gran pasión de su vida.
En casi cuatro décadas renovó el concepto de la ópera contemporánea. Primero, desde la dirección general del Teatro de la Monnaie, que ocupó a los 37 años; luego, como director del Festival de Salzburgo, director del Festival del Rhur y director general de la Ópera de París; y, finalmente, como director artístico del Teatro Real. No conformándose con un espectáculo que giraba casi únicamente sobre la belleza de su música y de sus voces, recuperó la dimensión de su dramaturgia. Para él, hacer teatro suponía “romper la rutina de lo cotidiano, cuestionarse la violencia, sensibilizar a la sociedad de los problemas de la condición humana y confirmar que el mundo puede ser mejor”. Abrió la ópera a nuevos públicos, especialmente a los jóvenes, y ensanchó el horizonte de su relevancia cultural. Logró que gran parte del público de siempre, y ese público más reciente, se sumase a sus propuestas, adoptando un lenguaje teatral de nuestro tiempo. Sin renunciar al entretenimiento, la ópera adquirió una dimensión más profunda, convincente y conmovedora.
Mortier creía que en el momento actual los avances de las últimas décadas estaban amenazados por un movimiento de restauración tradicional. Creo que se equivocaba en el verdadero alcance de este fenómeno, al no calibrar que tras un proceso de cambio profundo, suele producirse un moderado retroceso que más bien es un movimiento de ajuste que consolida el cambio. Pero lo cierto es que esta visión explica la creciente radicalidad de algunos de sus planteamientos, y un cierto fundamentalismo poco propicio a ninguna concesión.
Antes de venir a Madrid, Mortier había recibido reconocimientos generalizados que señalan la relevancia europea de su figura. Doctor honoris causa por las Universidades de Amberes y Salzburgo, comendador de la Orden de las Artes y las Letras de Francia y comendador de la Orden del Mérito de Alemania, entre otros. El rey de los belgas le había concedido el título de barón de Mortier y él eligió como lema “en la audacia está la virtud”. Audacia, que es atrevimiento, y que simboliza bien su personalidad y su predisposición a asumir todos los riesgos que contribuyeran a su causa.
Mortier fue el único gran profesional del mundo de la gestión de la ópera que se incorporó al Teatro Real en los 12 años siguientes a su reapertura. Este hecho evidencia la falta de un proyecto ambicioso que conformase la identidad de la institución.
Su legado, tras los cuatro años que ha estado al frente de la dirección artística del Teatro Real, es ingente. En primer lugar, destaca la mejoría alcanzada por sus cuerpos estables, orquesta y coro. Antes de Mortier muchos de los principales directores de orquesta mostraban su reticencia a dirigir en el Real, y hoy todos reconocen el extraordinario progreso de la orquesta. También formó un nuevo coro, con la colaboración de Andrés Máspero, que ha acreditado internacionalmente su excelencia.
El segundo gran logro de Mortier ha sido convertir al Teatro Real en la ópera de referencia en España, tanto por su posicionamiento en la vida cultural como por su proyección internacional. Como ha escrito Ansón: “Mortier desencadenó un ciclón sobre el Teatro Real. El gran coliseo languidecía. La tensión, el debate, la pasión, la contradicción generacional se había difuminado entre los aficionados a la ópera. Gerard Mortier devolvió al Real y a la afición madrileña la imprescindible polémica. Instaló de nuevo a la ópera en el centro neurálgico de la cultura madrileña”. Y el reciente estreno de Brokeback Mountain ha hecho de Madrid el centro mundial de la ópera.
También ha aumentado significativamente la capacidad de producción del Teatro Real, en unos momentos en los que son muchos los teatros que están dejando de innovar para limitarse a hacer uso de su repertorio anterior. Así, en esta temporada el Real ha producido siete nuevas óperas, algunas de las cuales están ya siendo alquiladas por otros teatros internacionales.
Para Mortier, un buen gestor de ópera tiene que asumir riesgos, exigir una profesionalidad excelente, posicionar al teatro en la sociedad, manejar magníficamente los mecanismos de comunicación y hacer una buena gestión económica, consciente de que los teatros de ópera no pueden ya depender solo de los presupuestos públicos. Así, con él, el Teatro Real ha pasado de tener un proyecto artístico con importantes pérdidas, a otro que está contribuyendo, de manera igualmente importante, al sostenimiento económico de la institución.
Entre los espectáculos de su programación, planteada en su conjunto de manera ecléctica, hay algunos que permanecerán para siempre en nuestra memoria: Tristán e Isolda, Indian Queen, Vida y muerte de Marina Abramovich, Iolanta y Perséphone, Mahagonny, Alceste, San Francisco de Asís y el Così fan tutte de Haneke, por ejemplo. Como ha dicho Peter Sellars, en Madrid Mortier ha realizado algunas de sus mejores producciones. Naturalmente que ha habido otras que no han funcionado, pero es obvio que el que arriesga se equivoca a veces, mientras que quien no asume riesgos se equivoca siempre.
Gracias a la contribución de Mortier y, por supuesto, también a la magnífica labor realizada en los últimos años por Ignacio García-Belenguer, el Teatro Real ocupa ahora el quinto lugar entre las principales instituciones culturales españolas, y es la única ópera que aparece en este relevante ranking.
Creo que soy uno de los que mejor conoce su etapa madrileña, por la amistosa confianza que mantuvimos y que le llevaba a enviarme unos larguísimos correos trasladándome zozobras, desencantos, desánimos y unas reflexiones a veces poco ponderadas, propias del pesimismo de un desvelo nocturno. Han sido para él años de una cierta soledad; no ha acabado de sentirse comprendido en Madrid. Para quien aprendió a polemizar y a enseñar con los jesuitas, el desconocimiento de los entresijos de un idioma constituye un problema no menor para la comunicación social. He conocido a pocas personas con una capacidad de seducción mayor, cuando le interesaba un determinado interlocutor; a pocas personas tan capaces de dialogar para lograr un objetivo, y tan incapaces de ceder nada en ese diálogo, durase las horas que durase; a pocas personas de su inteligencia racional, aunque no siempre venía compensada con la inteligencia emocional; a pocas personas tan entregadas al amigo y, al tiempo, tan exigentes con la entrega incondicional del otro; a pocas personas tan fuertes en sus principios ideológicos, profesionales y vitales y, al mismo tiempo, tan vulnerable.
Tres semanas antes de morir, me pidió que leyera ante los medios de comunicación un texto con el que deseaba expresar su reconocimiento a Joan Matabosch por su comportamiento de “gran gentleman” durante esta temporada, felicitándole por la presentación de la próxima desde el convencimiento de que “atraerá a un numeroso público y asegurará la posición internacional del Teatro Real”. También le agradecía que hubiera conservado alguno de sus proyectos emblemáticos, como la creación mundial de El público, sobre textos de García Lorca, y La ciudad de las mentiras, de Elena Mendoza. Le felicitaba por el nombramiento de Ivor Bolton como director musical, y terminaba con un significativo “viva el Teatro Real”.
Unos días antes, me pedía que le renováramos su nombramiento de consejero artístico, añadiendo, con su sentido del humor, que lo hiciéramos “de por vida, sabiendo que esta es limitada”, a lo que naturalmente le contesté que así se haría. Me añadía con orgullo cuáles iban a ser sus próximos reconocimientos que, ¡ay!, ya no podrá recoger, y entre los que podría haber figurado alguno nuestro que no sabía que se estaba tramitando.
Hace escasos días me escribió por última vez para decirme que viajaba a Rusia para recibir un tratamiento alternativo, porque la medicina convencional nada podía hacer ya por él, concluyendo con un ambiguo “esperaremos”. Al día siguiente de su regreso, su espera y nuestra esperanza concluyeron. En el interior, ya todo es paz y silencio. Fuera, los reconocimientos se desbordan; alguno le habría hecho sonreír... En el escenario, se le ha dedicado la representación de Alceste: él nos la presentó como una reflexión sobre la muerte. Nos deja una obra genial y audaz, que le trasciende y que proseguiremos. Misión cumplida.
Gregorio Marañón es presidente del Teatro Real.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.