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El pueblo que no apaga el proyector

Hace 60 años Javier Escarceller llevó la luz a Caseres, en Tarragona, para abrir un cine La sala no ha cerrado y, casi centenario, el dueño sigue inaugurando salas

Javier Escarceller, en la cabina de proyección del Cine Moderno de Caseres (Tarragona).
Javier Escarceller, en la cabina de proyección del Cine Moderno de Caseres (Tarragona).Josep Lluis Sellart

La primera sesión fue el 1 de septiembre de 1951. Por decisión asamblearia el Cine Moderno iba a proyectar un gran éxito, la Agustina de Aragón de Juan de Orduña y Vicente Escrivá, spielbergs españoles de los cincuenta. Javier Escarceller recuerda la emoción del momento. Su criatura estaba a punto de nacer. “Todo el mundo estaba expectante. Llevaban las sillas al hombro y se ponían en medio del pasillo o en la pared de la pantalla. No cabían. Tuve que salir a la calle y calmar a la fiera. Fue la primera vez que me enfrenté a un público enfurecido”, sonríe. “Venían bien vestidos, porque el que no llevaba corbata no podía bailar. Nos pasamos dos horas empalmando rollos y a medianoche salió todo el mundo chorreando del calor”.

 El camino hasta aquella proyección no fue sencillo. Para empezar, Escarceller necesitó llegar a la alcaldía seis años antes para llevar la luz al municipio en el que había nacido. Asegura que lo hizo ya con la intención de compartir su pasión por el celuloide, descubierta en funciones ambulantes por Tarragona. Desde que su primera sala arrancó, este hombre nacido en 1917 no ha dejado de proyectar películas al menos una vez a la semana. Creó una empresa de distribución que cuenta con 14 salas; y ahora, a sus 97 años, negocia la apertura de otra más. Le empujan las enseñanzas de dos de sus ídolos: la tenacidad del Rocky de Stallone y la entereza ante las desilusiones que exhibe en El rostro impenetrable Marlon Brando. “En mi carrera siempre me acompañó la gran fuerza de espíritu y la templanza para superar los avatares adversos, en los que nadie me notó tristeza”, asegura.

Porque ni la crisis del sector ni el cansancio físico que acompaña a la edad parecen frenar a Escarceller. Su mente sigue revelando fotogramas, como los proyectores que mantiene repartidos por pequeñas poblaciones de Tarragona, Zaragoza y Teruel. En Caseres —con menos de 300 habitantes, “las Hurdes de Cataluña” la denomina él—, ese afán por acercar las imágenes de otras vidas le ha granjeado filias y fobias. “Nadie es profeta en su tierra”, se escabulle cuando le preguntan por la razón de esos desafectos.

El cura del pueblo persiguió a Escarceller durante 14 años por poner lo que consideraba "cosas muy fuertes"

Al hablar, Escarceller traza las mismas vueltas sinuosas que ha dado su existencia. Todo lo que sucedió fuera de la pantalla prefiere que permanezca en segundo plano: tanto la infancia campesina como la juventud truncada por la Guerra Civil. De esta, en la que luchó en los dos frentes y participó en la batalla del Ebro, solo acepta recordar “las noches enteras con la nieve cayendo”. Se anima al evocar el fin del conflicto y su papel como secretario en tres localidades, que culmina con el puesto de alcalde de Caseres durante seis años. “Me empeñé en que aquí hubiera cine”, explica en el salón de su casa, convertida en museo. “Me nombraron en 1945 y en un año puse la luz. Pero faltaba el local, y no había ni un duro para montar un cinematógrafo”. Recuperó un inmueble que había servido de centro republicano y lo transformó en el Cine Moderno, hoy rebautizado como Vendrell. “Los que tenían dinero no le veían futuro; así que, como esto era una tierra de maquis y había muchos guardias civiles destinados, reunieron entre ellos 50.000 pesetas”.

¿Qué título le inoculó la adicción por las películas? “La guerra en Europa, Mío serás… No lo sé: las que ponían en Móra d‘Ebre”, responde en referencia a la localidad más populosa cerca de Caseres, a 40 kilómetros. Otro título al que alude a menudo es, inevitablemente, Cinema Paradiso. El homenaje del director Giuseppe Tornatore a su gremio aún le conmueve. Entre otras cosas por la nostalgia que le despierta la figura de Totó, el protagonista. La ilusión del pequeño aprendiz de “cinero” le remite al que fue su gran compañero en la aventura del Moderno: Miguel.

A Miguel lo conoció cuando el chico llegó con 13 años a Caseres para ayudar en el campo. Y se convirtió en su escudero hasta que falleció a los 70 “esclavo del proyector”. “Se le obstruyó una sonda que tenía por problemas renales y no quiso ir al médico hasta después de poner una película”, detalla emocionado. “Nos decía: ‘Solo me podéis parar atándome como a un preso, porque en la vida cumplo antes con la obligación que con la salud”. A él le tiene dedicado un dormitorio que denomina “la capilla del cine”, custodiada por Audrey Hepburn, Chaplin y Natalie Wood. También conserva un cuadro de encargo que muestra el “tristísimo” amanecer que acompañó la expiración de su aliado. También guarda el último programa impreso por Miguel en 2007 y un rollo de celuloide convertido en reloj que marca la hora a la que perdió la vida.

Ni la crisis del sector ni el cansancio físico parecen frenarlo. Su mente sigue revelando fotogramas

La presencia de Miguel sobrevuela la rutina y las palabras de Escarceller. Hace sombra incluso a las tardes que pasó con Luis Buñuel o con el escritor chileno José Donoso, refugiado en el pueblo de al lado.Escarceller cuenta que el director aragonés era “muy irónico e inteligente en sus descripciones, pero no quería que pusiéramos sus películas por si la gente se sentía ofendida”. Tampoco dice mucho más: el cinero capea lo que considera superfluo con la misma agilidad con que se detiene en los instantes definitivos de su trayectoria, narrada en Lo imposible, posible, sus memorias autoeditadas en 2011. Más de quinientas páginas de anécdotas recogidas a bolígrafo entre las que brilla con luz propia el pasaje del estreno de su sala, aquel “día del sudor”.

En las tardes de los años siguientes vendrían Los diez mandamientos, Lo que el viento se llevó o Ben-Hur, siempre peleando contra una doble censura: la de la dictadura franquista —que ya mandaba las películas purgadas desde Madrid— y la del cura de su pueblo, que estuvo 14 años persiguiéndole por poner lo que consideraba “cosas muy fuertes”. ¿Y cuáles le gustan de las películas recientes? “Solo La vida es bella”, responde. “Creo que la calidad del cine ha bajado mucho en guion, en argumento... Los actores solo lucen palmito”.

Sin hijos y cuidado por una de sus sobrinas, Escarceller también aprendió de forma autodidacta a pintar, escribir teatro o ejercer de guía turístico, pero es el séptimo arte lo que ha colmado su paso por el mundo. Ahora ve cómo este gran amor vive el mismo crepúsculo que la tierra donde nació. Los jóvenes abandonan un municipio que llegó a congregar a 600 habitantes con la misma rapidez con que los dueños de los cines echan la persiana: unas 6.000 lo han hecho en España en los últimos 10 años. “Cada día se cierran cines y nosotros abrimos”, se ufana, y explica el secreto del éxito: “Se trata de tozudez. De algo que se sale de la ética comercial: la gente paga, pero luego no va a ver la película. Lo hacen por mantenerlo”.

Porque la realidad es que hoy apenas cuatro personas acuden a los estrenos de los viernes en el viejo Moderno, una sala remodelada con 120 plazas. A Escarceller le ataca la melancolía, pero no la derrota: “A los jóvenes les diría que vivan con entusiasmo, que no decaigan nunca. Yo mismo, sin ser ningún artista, escribí en mis propias carnes la película más real e impresionante”, sentencia. Un montaje al que le falta el fotograma final: “He vivido del cine, con el cine, por el cine, y sé lo que es morir para el cine”.

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