Fallece a los 83 años el actor Maximilian Schell
En 1961 logró el Oscar al Mejor Actor por su interpretación del abogado defensor en los Juicios de Nuremberg en el filme 'Vencedores o vencidos'.
Ningún papel se le resistía al actor, escritor y dramaturgo austriaco Maximilian Schell (Viena, 1930), un tipo duro con rasgos de galán cuyos padres huyeron de Austria (para instalarse en Suiza) cuando los nazis se anexionaron el territorio en 1938, en los albores de la II Guerra Mundial. A medio camino entre el joven de aspecto impoluto y el hombre que nunca le pierde la cara al mundo, el actor conquistó Hollywood a base de tesón y talento, y sobre todo por esa imagen de tipo impasible al que no podías echarle un pulso. Paradójicamente, el Oscar le sobrevino por una excelente interpretación donde explotaba una coartada emocional extremadamente compleja: la de Hans Rolfe, el abogado de un criminal nazi en la magnífica Vencedores o vencidos (1961), de Stanley Kramer, donde se le recuerda por su duelo interpretativo con el legendario Spencer Tracy. Schell ya había interpretado ese mismo papel en 1959, en el programa televisivo Playhouse 90.
La estatuilla llevó su nombre en 1961, pero Schell, al que sus amigos tenían por un hombre tozudo y altamente disciplinado, llevaba ya años entregado al universo de la actuación. Shakesperiano de pro, disfrutó del éxito en el teatro con Ricardo III y Hamlet y debutó luego en el cine hollywoodiense en 1958 al lado de Marlon Brando en El baile de los malditos, (1958). La leyenda (célebre) reza que los productores del filme trataban de contratar a su hermana, Maria Schell, pero que un error hizo que fuera él el que acabara con un papel en la película. Sea como fuere, el actor se ganó la confianza de los mandamases que tres años después le escogieron para uno de los papeles clave de la producción más ambiciosa que jamás se ha hecho sobre un tema tan peliagudo como el del masivo juicio a los crímenes de guerra nazis. Aquel en el que toda la cúpula del III Reich se sentó en el banquillo de los acusados durante el invierno de 1945, en la ciudad alemana de Núremberg.
Después del filme (y del Oscar, el Globo de Oro, el Bafta e infinidad de pequeños premios a lo largo y ancho de la geografía estadounidense), Schell se instalaría ya en la meca del cine e iniciaría una carrera que seguiría brillando con Topkapi (1964), Llamada para un muerto (1966), Una tumba al amanecer (1968), Odessa (1974) o La cruz de hierro (1977). En 1978 recibió su segunda nominación a los Oscar por su delicioso trabajo en Julia (1977), un drama disfrazado de thriller, que le llevó a trabajar con Jane Fonda y Vanessa Redgrave.
Curiosamente, en 1979, el actor se embarcó en una producción Disney, que se convertiría en una de las películas —de culto— más recordadas de su carrera: El abismo negro. En la misma, Schell interpretaba a un científico, Hans Reinhartd (en la excelsa tradición del mad doctor que tantas alegrías ha dado al cine fantástico) perdido en su megalomaniaco deseo de descubrir lo que había al otro lado de un inmenso agujero negro. Rodeado de glorias como Ernest Borgnine, Anthony Perkins o Robert Foster, Schell se sacaba de la manga a un Frankenstein moderno que haría las delicias del fan de género.
Después del filme, largamente ignorado y gozosamente reivindicado años después, Schell volvió a sus roles de carácter, personajes de una pieza a los que imprimía una energía explosiva, llámense Stalin o Federico el Grande, que combinaba con escapatorias a películas tan rotundas como Vampiros (de John Carpenter), o superproducciones como Deep impact, ambas de 1998.
Schell, un hombre rocoso y comprometido con su profesión tras participar en más de 90 películas, nunca se retiró del todo y buena prueba de ello es que en el momento de su muerte, debida a una neumonía con complicaciones posteriores, se encontraba finiquitando su última película: Les brigands. Así se va uno de los mejores actores de todos los tiempos y uno de esos intérpretes a los que el cine recordará mucho tiempo después de su desaparición.
Schell, que nació en Viena en 1930, falleció ayer a los 83 años en una clínica de Innsbruck (Austria), víctima de “una repentina y grave enfermedad”, según un comunicado de su representante, Patricia Baumbauer.
Babelia
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