Si perdemos la memoria, qué nos queda
Nuestro país carece de institutos, archivos o museos dedicados a la memoria de la edición
La memoria de las grandes editoriales forma parte de la memoria cultural de un país. Claro que vivimos en uno epiléptico y proclive a las crisis de amnesia inducida o voluntaria, de modo que no me extraña que parte de esa memoria se encuentre olvidada en los contenedores de los almacenes editoriales, haya sido robada y posteriormente adquirida por coleccionistas o, peor, se haya vendido como papelote o destruido para liberar espacio para albaranes o planes estratégicos. Cuando era editor comprobé que a muchos editores se la traía floja (el vulgarismo lo recoge el Diccionario del español actual, de Seco, Andrés y Ramos; Aguilar) ese patrimonio ineludible, de modo que, cuando aterrizaba alguien nuevo en un despacho (en los noventa, la movilidad laboral era vertiginosa), los archivos del anterior inquilino se limpiaban sin que nadie se ocupara de examinar sus contenidos. Por lo demás, a los sucesivos Gobiernos de la democracia, esas cosas de la cultura y los papelotes les parecía cosa “de nenazas” (la expresión se la escuché hace años a un secretario de Estado pasado de copas), de modo que tampoco se hacían cargo de nada. Y nuestros editores, tradicionalmente tacaños en sus inversiones colectivas (algo típico en quienes han estado acostumbrados a las subvenciones), están demasiado ocupados con el día a día, con sus estrategias para sumar votos favorables en sus organismos de representación, y con lo que van a tener que apoquinar en concepto de asignación de ISBN, de modo que tampoco parecen estar por la labor de crear una institución que preserve la memoria de su actividad. Así que nuestro país, cuyo sector editorial se encuentra entre los más poderosos de Europa (y con un mercado potencial de 500 millones de hispanohablantes), carece de verdaderos institutos, archivos o museos dedicados a la memoria de la edición y la escritura, al contrario que, por ejemplo, y sin ir más lejos, Francia. En los últimos años ha habido intentos puntuales de preservar la memoria, como la compra por el Ministerio de Cultura de los papeles de Carmen Balcells o la reciente adquisición de los de Esther Tusquets por la Generalitat, pero se trata de gestos dispersos, no siempre por buenas razones, y que se diluyen en la ausencia de un proyecto a largo plazo. Según el ISBN, desde 1972 se han registrado en España 16.792 empresas editoriales. Ya sé que en esa cifra faraónica están incluidas muchísimas “editoriales” más o menos ficticias (desde las que nunca publicaron nada hasta las que editan un volumen cada cinco años), pero hay otras que sí cuentan. Entre las 3.187 que en 2012 registraron alguna actividad (hubo 675 que publicaron un solo libro), muchas son editoriales históricas, y otras, de jóvenes que acaban de iniciar su proyecto. Y siguen surgiendo a buen ritmo: uno de mis topos-hembra me informa de que un popular periodista sesentón va a reincidir pronto (ya tiene local) como editor —esta vez, independiente— con un nuevo sello. En todo caso, todas las editoriales, las viejas y las nuevas, tienen memoria, y esa memoria dice mucho de nosotros: despreciarla es de locos. Pero, sobre todo, de incultos.
Verdad
Carta de Freud a Arnold Zweig (1936): “Quien quiere hacerse biógrafo se compromete con la mentira, con el disimulo, con la hipocresía (...), pues la verdad biográfica no es accesible, y si lo fuera, uno no podría servirse de ella” (Correspondencia S. Freud- A. Zweig; Gedisa, 2000). Sabido es que el psicoanalista era proclive al pesimismo y, además, se curaba en salud porque temía demasiado el juicio de sus futuros biógrafos. Y, sin embargo, todos podemos citar biografías que nos han transmitido suficiente verdad acerca del personaje y de su tiempo y, sobre todo, nos han permitido reinterpretarlos. Por eso, cada generación precisa nuevas biografías de los grandes del pasado. Si, por ejemplo, les gustan las biografías literarias serias no se pierdan Garcilaso, príncipe de poetas (Marcial Pons), de Carmen Vaquero Serrano, que reescribe con entusiasmo y erudición la vida de uno de los poetas de más dilatada influencia en nuestra literatura, convirtiéndola en un apasionante relato sobre un personaje singular y polifacético, capaz al tiempo de dotar al verso español (vía Petrarca) de nueva música y de entregarse con intensidad a sus pasiones y al redescubrimiento del mundo característico del Renacimiento. Verdad también puede encontrarse en textos autobiográficos: ahí tienen esa nueva selección sin (tantas) censuras de los Diarios (Lumen, selección de Ana Becciu) de Alejandra Pizarnik (1936-1972), que exudan ansia de verdad a través del sufrimiento y la angustia. O El invitado amargo (Anagrama), esa emocionante autobiografía a dos voces (con, a menudo, distintas interpretaciones de un mismo motivo), de Vicente Molina Foix y Luis Cremades, que reconstruye, a partir de una veintena de cartas intercambiadas entre sus protagonistas, la memoria de una historia de amor (y desamor) y de las vidas de quienes se amaron, prolongada a lo largo de 34 años en los que (nos) pasaron muchas cosas. Un libro hermoso y valiente, y en cierto sentido crepuscular, que viene a corroborar que “todos los hombres y todas las mujeres, en todas las combinaciones posibles de emparejamiento, se aman igual, al menos externamente”.
¡Orgasmo¡
Una parte significativa de los editores globalizados insiste en clonar las andanzas pornochics de Christian y Anastasia, protagonistas de la millonaria saga (90 millones de copias, 52 idiomas) de E. L. James. Siguiendo el principio de “para qué molestarse en buscar el éxito, cuando podemos copiar el de otros”, siguen proliferando como setas “tórridos romances”, adobados con distintas mezclas de aliño sadomaso,pero ninguno ha logrado ni de lejos el éxito del modelo, cuya adaptación cinematográfica (con Jamie Dornan y Dakota Johnson encarnando a Grey y Steele) será estrenada mundialmente el día de San Valentín de 2015, para que los amantes de todo el planeta se convenzan de que la industria de contenidos apuesta decididamente por ellos (por cierto, me llegan noticias de que en los registros civiles ha aumentado significativamente el número de niñas bautizadas como Anastasia). La última “trilogía superventas” erótica que se ha publicado entre nosotros es Solo una noche, de la estadounidense Kyra Davis, cuyo primer volumen, El desconocido, acaba de ser publicado por Suma. De nuevo, encuentros “de alto voltaje” en una narración más plana que una plancha de hojalata y con diálogos que harían sonrojarse a la señora Esteban (Belén). La verdad, dudo de que alguien se ponga cachondo leyéndola. Claro que hay gustos para todo. Yo me quedo, para mi antología de peores escenas literarias de sexo (en la que —lo siento— también figuran otras de Murakami, de Auster y de algún otro candidato al Nobel), con esta perla —una, entre muchas— que les transcribo: “Mientras se introduce cada vez más dentro de mí, alcanzo otro orgasmo. Y esta vez se corre conmigo. Nuestros gritos se unen en un coro primitivo”. Y, después de un punto y aparte: “Al relajarse, cae todo su peso sobre mí y me acuerdo del yin y del yang”. Inolvidable.
Babelia
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