‘Emilia’: caza mayor
'Emilia' es la obra más compleja, arriesgada y feroz del argentino Claudio Tolcachir
1. Aún estoy recuperándome del impacto de Emilia, de Claudio Tolcachir, en los Teatros del Canal. Extraordinaria función: texto, puesta en escena, interpretaciones. Muy dura, muy negra, con una tensión asfixiante, y uno de los trabajos de equipo más intensos y conjuntados que he visto. Emilia es, para mi gusto, la obra más compleja, arriesgada y feroz de Tolcachir. Tiene la extrañeza de una pesadilla, pero ya sabemos que hay pesadillas que suceden a plena luz, día tras día. En familia. Hay gente que dice “ah, de nuevo la familia”, como los que dicen “de nuevo la guerra civil”. Sí, de nuevo la familia, con sus culpas, sus secretos, sus herencias, y también con un hermosísimo acto de amor. O una expiación, según como se mire: cada espectador decidirá.
Emilia está llenando en el Canal. El público detecta cuando hay vida, cuando hay caza mayor. Emilia (Gloria Muñoz), que en su juventud fue ama de cría, se presenta, aparentemente por azar, en casa de Walter, al que cuidó como si fuera su propio hijo. Walter (Alfonso Lara), Caro (Malena Alterio) y Leo (David Castillo) parecen una familia feliz. Pero allí pasa algo raro, hay una especie de electrificación en el aire: las risas, los abrazos excesivos, las discusiones repentinas por presuntas naderías. Y los silencios y la sonrisa triste de Caro, que le pide a Emilia que se quede a comer, y luego a dormir. Que se quede, que no se vaya. Al principio todo son incógnitas. ¿Por qué cuenta Emilia, con brutal franqueza, entre risas incluso, humillantes historias de la infancia de Walter? ¿Es tan malévola como Lola Gaos en Furtivos, la reina de las amas de cría terribles? ¿Viene a destruir a esa familia o viene a advertirles? ¿O es el “narrador poco fiable” de las historias de Henry James? Y ya sabemos que el verdadero narrador poco fiable es el que ignora que lo es.
Dos cuestiones clave: qué pasó entonces y qué está pasando ahora. Pero no las únicas: ¿por qué ha ido a parar Emilia al lugar desde el que nos habla, y cuál es el tremendo peso que acarrea? ¿Y quién es Gabriel (Daniel Grao), ese personaje que durante un largo rato permanece mudo y ajeno, en mitad de un pequeño charco de luz y de culpa, a la izquierda del escenario? También nos preguntaremos dónde está, desde dónde mira y recuerda luego, inerme. La violencia crece como un agua negra y subterránea en la escena de la recogida de ropa, un impulso hermoso que se convierte en un acto agresivo, una coerción del niño que obliga a que todos jueguen su juego. Un niño mal crecido, maltratado, ignorado, que duplica y devuelve lo que le han hecho. Una mitad de ese niño quiere dar amor, pero la otra devuelve los atroces patrones inculcados. Una voz que parece decir: “Este es mi cuarto de juegos, y vamos jugar a que somos una familia, y nos queremos mucho, y hacemos lo que yo diga”. Como dramaturgo, Tolcachir dosifica muy sabiamente la información, dando las pistas precisas sin ocultar cartas ni subrayar la naturaleza profunda de cada personaje, sin forzarnos a sacar conclusiones anticipadas. Como director, muestra aquí un impresionante manejo de los tempos, algo que no acabó de conseguir en la descompensada El viento en un violín, su anterior trabajo. Sabe insinuar la tensión, hacerla crecer, galopar, volverla irrespirable, y abrir, cuando lo precisa, claros en ese bosque incendiado sin que nos olvidemos de que el fuego sigue avanzando. Hablo de fuego y hablo de agua porque la función tiene algo primigenio, algo que apela directamente a los sentidos y las emociones básicas, al dolor y al miedo, a la cólera y la piedad.
La función apela a los sentidos y las emociones básicas, al dolor y al miedo, a la cólera y la piedad
Los cinco actores defienden personajes dificilísimos, con muchas capas y muchos colores. He visto grandes trabajos de Gloria Muñoz, pero este se lleva la palma. Es un láser quirúrgico, entre Geraldine Page y Julia Caba Alba: cómo mira, cómo clava, cómo evoca, cómo escucha, cómo calla. El montaje genera silencios crispados, atravesados por risas nerviosas, pero hay un gran silencio puro, el primer claro en el bosque: cuando escuchamos la historia del perro Rocco. Malena Alterio, con la fragilidad anímica de una niña atemorizada, te parte el corazón lentamente, desde el principio hasta el final: otro tour de force. David Castillo se mueve entre la agitación extrema, al borde del peligro, y una indefensión melancólica, conmovedora. Daniel Grao nos muestra a un Gabriel futuro, maduro y arrasado por la pérdida, y a caballo entre la seducción y el egoísmo en el presente de la historia. Alfonso Lara me dejó sin aliento. Enorme personaje y enorme interpretación: no me parece una hipérbole decir que está muy cerca de la vitalidad, la precisión, la sutileza y el vitalismo neurótico de James Gandolfini, quizás porque Walter no está lejos de Tony Soprano, un monstruo revestido de bonhomía. No, me expreso mal: la clave está en cómo sabe hacer que coexistan la bonhomía y la monstruosidad del personaje. El crescendo de la última media hora (por escritura, dirección e interpretación) es una de las cosas más poderosas que he visto últimamente sobre un escenario. Hay que ver Emilia. Te deja exhausto, estremecido, sacudido y elevado como las grandes tragedias.
2. También he visitado esta semana otras “capitales del dolor”, como diría Éluard. En la Pensión de las Pulgas (Huertas, 46) aplaudí Breve ejercicio para sobrevivir, una de las más profundas y devastadoras puestas de Tennessee Williams (No puedo imaginar el mañana) que se han hecho en nuestro país, adaptada y dirigida por Lautaro Perotti, con Barbara Lennie y Santi Marín: cuarenta minutos en carne viva. En el Lliure de Gràcia volví a ver Jo mai, de Ivan Morales, mucho más ceñida y clara que cuando la presentó en el Grec/CCCB el pasado verano: una historia nada complaciente, con un equipo en el que se llevan la palma Marcel Borràs y Oriol Pla. Y ya fuera de cartel (solo cuatro días en el TNC), La dona que perdia tots els avions, otro estupendo texto de Josep Maria Miró, con Lina Lambert, Mercè Mariné y Francesc Garrido. Tres obras de las que, como Emilia, se sale exaltado, reconciliado, como sucede siempre cuando hay arte y coraje. La semana próxima se lo cuento. Y, por cierto, tampoco se pierdan Tierra de nadie (No Man’s Land), de Pinter, en el Matadero, de la que ya les hablé con motivo de su estreno en Barcelona. Con Lluís Homar, José María Pou, Ramon Pujol y David Selvas, dirigida por Xavier Albertí.
Emilia. Texto y dirección: Claudio Tolcachir. Intérpretes: Gloria Muñoz, Alfonso Lara, Malena Alterio, Daniel Grao y David Castillo. Teatros del Canal. Madrid. Hasta el 9 de febrero.
Breve ejercicio para sobrevivir. Texto y dirección: Lautaro Perotti. Intérpretes: Bárbara Lennie y Santi Marín. La Pensión de las Pulgas. Madrid. Domingos y lunes hasta el 17 de febrero.
Jo mai. Texto y dirección: Ivan Morales. Intérpretes: Laura Cabelo, Álex Manner, Oriol Pla y Xavier Sáez. Teatre Lliure. Barcelona. Hasta el 2 de febrero.
Tierra de nadie. De Harold Pinter. Dirección: Xavier Alberti. Intérpretes: Lluis Homar, Josep María Pou, Ramon Pujol y David Selvas. Naves del Matadero. Madrid. Hasta el 2 de febrero.
Babelia
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