En el manantial de los Ecos
Laing sigue el rastro de seis vidas de escritores alcohólicos marcadas por el talento y el desastre
Cada escritor sigue inclinaciones poderosas que se repiten transformándose de un libro a otro. Olivia Laing tiende a escribir sobre los itinerarios geográficos de vidas con finales desastrosos. Su primer libro, To the River, cuenta un viaje a lo largo del río Ouse, donde se dejó morir ahogada Virginia Woolf, adentrándose en él con los bolsillos llenos de piedras. El segundo traza un itinerario mucho más largo, no a través de Reino Unido, sino de toda la amplitud de Estados Unidos. En The Trip to Echo Spring, Olivia Laing viaja de Nueva York a Nueva Orleans, de Nueva Orleans a Key West en Florida, de Florida hacia el Norte, hasta Saint Paul, en Minnesota, y de Saint Paul hacia Port Angeles, en la costa noroeste del Pacífico, donde Raymond Carver murió en 1988 de cáncer de pulmón, después de veinte años de alcoholismo y espanto, y diez años breves de serena felicidad. En avión, en coches alquilados, pero sobre todo en trenes, en los trenes destartalados y eternos de América, que cruzan el país en viajes tan largos como los de sus ríos mayores, Olivia Laing sigue el rastro de seis vidas de escritores alcohólicos, las seis marcadas por el talento y el desastre, solo dos de ellas concluidas en la curación. En Nueva York se aloja en el hotel Elysée, en la zona agitada y turística de la proximidad de los grandes teatros, donde Tennessee Williams murió una noche de junio de 1983, devastado por el alcohol y los barbitúricos, solo como un perro, atragantándose con el tapón de plástico de un bote de colirio para los ojos, rodeado de frascos de medicinas, drogas legales e ilegales, ceniceros llenos de colillas, ropa sucia, papeles desordenados, botellas de vino a medio beber. En esa época Tennessee Williams llevaba más de dos años sin estrenar y todas sus últimas obras habían sido fracasos de público y recibido críticas crueles. En el vestíbulo del hotel, en los restaurantes cercanos, en los bares de chulos que frecuentaba, Williams era un espectro familiar y patético. Tuvo que morirse para que los mismos críticos que se habían ensañado tan sin misericordia en sus obras tardías accedieran a celebrar el mérito indeleble de las mejores que había escrito, las que treinta años después de su muerte perviven con la misma belleza que cuando se estrenaron, con su desmesura y su poesía. En una de ellas, La gata sobre el tejado de cinc caliente, un personaje tullido y borracho dice que va a hacer un pequeño viaje a Echo Spring, el manantial de los Ecos. Es un viaje hasta el mueble bar, y ese nombre que suena a refugio arcádico es una marca de bourbon.
Alcohol y no agua fluye del manantial de los Ecos. La misma sed destructiva que no se le saciaba a Williams ni a sus personajes afligió durante la mayor parte de su vida a John Cheever, incluso en los años en los que exteriormente disfrutaba de más éxito, los mismos de los grandes estrenos de Tennessee Williams en Broadway. En los cuentos de John Cheever la perfección luminosa del mundo tiene un punto turbio de ginebra cruda en ayunas, un espanto de vergüenzas secretas.
A nadie se le ocurre hacer romanticismo del cáncer y de la literatura, pero todavía queda quien asocia bebida y talento
Los itinerarios de Olivia Laing se superponen a las vidas entrecruzadas de los escritores alcohólicos. Una de las últimas obras de Tennessee Williams, un fracaso tremendo, trataba de la vida de Scott Fitzgerald. A Fitzgerald, después de muerto, lo calumnió y lo ridiculizó vilmente Ernest Hemingway, que al ensañarse en la decadencia alcohólica de su antiguo amigo encubría su propia exasperada dependencia, los muchos terrores e inseguridades que intentó esconder detrás del espectáculo de ruda masculinidad de su personaje público. En Key West, Tennessee Williams conoció a Hemingway unos años antes de que se suicidara, y aunque al principio se sintió amedrentado por su fama de agresivo hombretón luego lo encontró cordial, nada hostil, y se fijó en que parecía enfermo y tenía los brazos muy flacos. En 1961, cuando el poeta John Berryman leyó en el periódico que Hemingway se había quitado la vida, adivinó que lo había hecho disparándose un tiro en la cabeza, igual que había hecho su padre. Berryman, como Hemingway, era alcohólico e hijo de un padre suicida, y también él se quitó la vida, en 1972, en Minneapolis, arrojándose al Misisipi desde la barandilla de un puente. Como John Cheever y Raymond Carver, fue profesor en el taller de escritores de la Universidad de Iowa, e igual que ellos dejó tras de sí una leyenda de borracheras y calamidades, aunque también de entrega al oficio de escribir y a la enseñanza entusiasta de la literatura.
En 1973, cuando llegó a dar clases a Iowa, John Cheever era un maestro célebre, con modales y acento de clase alta de Boston. El joven Carver al que conoció allí había publicado un par de libros de poemas y algunos cuentos en revistas minoritarias, y tenía aspecto de lo que era, un trabajador manual, hijo de la clase obrera y de la pobreza americana, con camisas de cuadros, manos grandes manchadas de nicotina y patillas pobladas. Se conocieron cuando John Cheever se presentó en la habitación de Carver con un vaso vacío, sosteniéndolo en alto mientras el discípulo obsequioso lo llenaba de ginebra hasta el borde. Antes de las nueve de la mañana, cuando abrían las tiendas de licores, Cheever y Carver ya estaban esperando mal abrigados contra el frío para comprar garrafones de whisky barato.
De los seis escritores a los que sigue Olivia Laing, solo ellos dos vencieron la dependencia del alcohol. Gracias a eso, y a diferencia de los otros, escribieron algunas de sus mejores obras en los años últimos de sus vidas. En Port Angeles, en los arroyos veloces y resplandecientes de los bosques, en la bruma lluviosa de la orilla del Pacífico, Laing reconoce los escenarios de esos poemas extáticos de Raymond Carver en los que la plenitud de la vida y de la naturaleza le hacen pensar a uno en la poesía china, en los grabados contemplativos japoneses. Libre del alcohol, John Cheever se desprendió también de la vergüenza sexual que había alimentado bebiendo, aunque él creyera que el alcohol le ayudaba a mitigarla y lo protegía contra ella: el bebedor torturado por deseos homosexuales disfrutó en sus últimos años de sobriedad una tranquila relación con un hombre más joven. En las fotos tardías, John Cheever es un desconocido. Montaba en bicicleta, disfrutaba del amor, asistía a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, escribía su mejor novela, la última, la mejor trabada, la más franca y poética, la más sabia y entre dulce y amarga de todas, Falconer.
A Cheever lo mató con 71 años un cáncer de hígado; a Raymond Carver, con 50, un cáncer de pulmón. A nadie se le ocurre hacer romanticismo del cáncer y de la literatura, pero todavía queda por ahí quien asocia la bebida con el talento literario o artístico. Pero al único sitio a donde lleva el viaje del alcohol es al sufrimiento, el deterioro y la ruina. Cuando Olivia Laing termina su itinerario americano y toma un avión de vuelta a Reino Unido se le nota mucho el alivio de estar huyendo de tantos fantasmas quejumbrosos.
The Trip to Echo Spring: On Writers and Drinking. Olivia Laing. Picador. 2013. 352 páginas.
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