En el debe y en el haber
El final del año parece invocar al balance, al debe y al haber. Este año que acaba ha sido bastante desastroso, sobre todo por la subida del IVA cultural. Desde las galerías privadas hasta los grandes museos públicos que han visto decrecer sus recursos de forma sustancial —el caso del Prado es paradigmático—, todos se ven afectados por una política donde la cultura ha dejado de ser prioritaria. De hecho, esa cultura, estandarte de la modernidad de nuestro país desde la Transición, ha dejado de estar de moda, argumentando necesidades más perentorias como cuidar de las personas que están pasando graves apuros económicos —aunque tampoco eso sea así, en vista de los recortes en políticas sociales o el intento de privatización de la sanidad—. Además, la argumentación es otra: recortar en cultura es privar a la gente de la posibilidad de abrir nuevos horizontes. Otra estrategia de control. El resultado: espacios cerrados, museos públicos en medio de graves crisis o trabajando sin presupuesto, sin posibilidad de editar siquiera un catálogo, lo que al final queda de una exposición. La contrapartida positiva son más colaboraciones internacionales y el deseo de sobrevivir contra un plan de aniquilación de la cultura.
Lo más llamativo de este cambio de paradigma es la exigencia de rentabilidad que ha desatado una guerra de cifras. Ha ocurrido con fundaciones privadas y museos públicos. Desde al hastío impresionista o surrealista hasta la entrada de un pintor de masas como Dalí en el Reina Sofía, un artista que chirría con la programación del museo en los últimos cinco años, demasiadas muestras ofrecen el panorama desolador de las presiones políticas —o corporativas—, una idea de pelotazo de visitantes por usar el lenguaje del ladrillo.
Claro que no todo han sido malas noticias. En el propio Reina Sofía, que ha cambiado su rumbo hacia exposiciones más clásicas, se pudo ver la muestra de una colección extraordinaria, la de Patricia Cisneros, y algunas instituciones como la Fundación March siguen fieles a sus principios programando, como en el caso de Klee, muestras rigurosas. Pese a todo, dado que el arte del siglo XX está de moda, incluso maestros antes menos populares como el suizo llenan las salas. Ocurría en la Tate Modern, donde otra muestra de Klee convocaba masas, mientras la Tate Britain languidecía.
Dejando a un lado la “moda” de la modernidad, en muchos lugares se han puesto en marcha las imaginaciones. Buena prueba es la exposición La belleza encerrada en el Prado, donde un conjunto de cuadros de la colección, modestos en tamaño, se han reunido para deleite de muchos. Porque cuando todo va mal, hay que volver a imaginar otro mundo. Ha ocurrido en la calle del Doctor Fourquet de Madrid, un lugar ya mítico por la presencia de galerías como Helga de Alvear o Espacio Mínimo. Un grupo de galerías jóvenes —y no tan jóvenes— se han reunido intentando formar una especie de comunidad de apoyo mutuo y el resultado es positivo. No obstante, queda abierta la pregunta de hasta cuándo se podrá resistir en la actual situación. Hasta cuándo va a durar esta política de cifras que acabará convirtiendo la cultura es un lugar del consumo en aras de la rentabilidad. La cultura no tiene que ser rentable: tiene solo que ser capaz de cambiar la vida de las personas, incluso de unos pocos que prefieren conocer a reconocer.
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